» bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » IV.- La ilusión como realización proyectiva del deseo
La ilusión como deseo con argumento
Cuanto hemos visto de la temporalidad de la ilusión, sobre todo su temporalidad interna, es algo que se añade al deseo, el cual puede tener un carácter momentáneo, ser la simple orientación hacia algo -sea lo que sea- apetecible. Tampoco es esencial al deseo el ser estrictamente personal, como lo es la ilusión, incluso en, el caso de que lo que nos ilusiona no sea una persona. Se podría decir que la ilusión es un deseo con argumento. El ingrediente desiderativo le pertenece, pero es solo un ingrediente, un elemento psíquico que acompaña a la ilusión y la hace posible, pero nada más.
La ilusión está asociada a la vida biográfica, es una forma de ella, y esto quiere decir que tiene la condición proyectiva de esta, que el deseo por sí mismo no posee. Aparece la ilusión como cualidad de algunas trayectorias de la vida, o de porciones de ellas, ya que las trayectorias son muy complejas y además están entrelazadas. Pero en todo caso es esencial el carácter argumental: en mi libro Ortega. Las trayectorias mostré que no solamente las trayectorias vitales son arguméntales, sino que están entrelazadas argumentalmente.
La distinción entre deseo e ilusión es sumamente profunda, porque ambos pertenecen a distintos planos o formas de realidad. El deseo tiene su lugar en la vida psíquica y puede ser estudiado por la psicología; la ilusión es un ingrediente o una posibilidad de la vida personal, y corresponde a la psicología sólo en la medida en que esta trascienda de sus límites propios para buscar su radicación. Por eso la ilusión tiene un carácter dramático, que el deseo no posee. Quiero decir que es algo que le pasa a alguien, y que afecta a la configuración proyectiva de su vida. No así el deseo, que es un componente no dramático de las estructuras dramáticas de la vida biográfica, así como las sensaciones son contenidos no intencionales de los actos psíquicos o vivencias, que son intencionales, como vieron Brentano y, sobre todo, Husserl.
No se puede «contar» un deseo, sino analizarlo o describirlo; se puede contar, en cambio, una ilusión. Más aún, la única forma de expresarla es narrativa, y dentro del marco de la vida biográfica articulada en trayectorias -sucesivas o simultáneas.
Y esto nos aclara inesperadamente la presencia de la desilusión tan pronto como se entra en el horizonte de la ilusión. Por ser argumental y dramática, tiene un «desenlace»: se cumple o no; o bien, después de una fase de cumplimiento, como tiene una continuidad temporal, puede decaer y disolverse o, en forma más aguda, frustrarse; son las formas de la desilusión, que acecha y amenaza siempre a la ilusión.
El hecho de que las ilusiones puedan ser mínimas, recaer sobre contenidos de muy escasa importancia, tener un plazo de «vencimiento» -si se permite esta expresión -muy breve, puede enmascarar su profunda condición argumental. Pero esta es necesaria. Las menudas ilusiones particulares se insertan en un marco más amplio, son fragmentos en que se realiza la ilusión como condición de una vida determinada. No olvidemos que la vida transcurre, que se vive hora tras hora y día tras día, pero esos elementos temporales no son independientes, menos aún aislados, sino que están engarzados con un tipo de conexión que no es meramente sucesiva -como parecería ser el caso de la vida animal- sino precisamente argumental. Por eso cada uno de esos periodos o momentos no tiene sentido más que como parte de esta vida concreta, cuya totalidad da razón de cada uno de ellos. Las ilusiones particulares, tal vez minúsculas, son el detalle de la realización de una vida que está definida por moverse en el ámbito o elemento de la ilusión.
No es fácil exagerar la importancia que cada una de ellas tiene. Se propendería a pensar que son casi insignificantes, que apenas cuentan, que su cumplimiento o frustración es poco menos que indiferente. Esta idea puede tenerse cuando se mira la vida desde fuera de la ilusión, sobre un supuesto que la descarta o la desconoce. Dicho con otras palabras, cuando esa vida -o al menos su interpretación por el que la considera- no incluye la pretensión de ilusión. ¿Es esto posible? En la medida en que la ilusión pertenece a la esencia de la vida humana, no. Pero si resulta que los pueblos que no tienen como su lengua el español carecen de la palabra para nombrarla, hasta el punto de que acaso no les resulte demasiado fácil comprender de qué se trata, podríamos pensar en formas de vida -o vidas individuales- privadas de ese atributo de la ilusión.
¿No contradice esto a la idea de que ésta pertenezca a la esencia o, mejor dicho, mismidad de la vida humana? La solución se encontraría en un concepto muy usado por Ortega, y precisamente para caracterizar los contenidos de la vida: los modos deficientes. Todo lo humano -decía- admite grados, y se realiza de diferentes modos, desde los plenos y saturados hasta los más o menos deficientes. Este sería, pienso, el caso de la ilusión: se habría ido afirmando, precisando, consolidando, depurando, en un proceso histórico que he tratado de reconstruir, y que habría dado su plenitud e intensidad máximas a lo que en otros lugares o antes había tenido una realización degradada o solamente incoativa. Y, por supuesto, dada la inseguridad de todo lo humano, esa forma plena de la vida como ilusión estaría siempre amenazada de decaimiento, tanto en la sociedad que la ha alcanzado como en la vida singular de cada uno de los hombres.
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