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II.- 666 paneles, olimpiadas y sexualidad
Una misteriosa pirámide con 666 paneles, más o menos
Capítulo 4, página 35:
«Langdon «se preguntaba si Fache sabría que aquella pirámide había sido construida por deseo expreso de Mitterrand con 666 paneles de cristal, ni uno más ni uno menos, curioso empeño que se había convertido en tema de conversación entre los defensores de las teorías conspiratonas, que aseguraban que el 666 era el número de Satán» [en referencia a la pirámide de cristal situada en el acceso al Museo del Louvre].
Según información oficial del propio Museo del Louvre, «la pirámide está recubierta por 673 paneles de cristal en forma rombo»[6]. Claro, que se me ocurre que 673 puede descomponerse en 666+7. Siendo siete el número de la perfección, seguramente Mitterrand logró engañar a todo el mundo que aún hoy permanece ignorante de su astuta jugada: unir Satán y la perfección. Bromas aparte, hay que tener cuidado cuando se empieza con este tipo de juegos, porque no tienen límite.
No sabemos quiénes son «los defensores de las teorías conspiratorias» a los que se refiere el autor, aparte del propio Dan Brown, que insiste en que una conspiración planetaria se ha confabulado para ocultar algo llamado «divinidad femenina», que más adelante veremos qué es. Pero conviene recordar que es el libro del Apocalipsis de San Juan (Ap 13,18) el que «pone en circulación» el número 666. San Juan nos dice que es el número, la cifra, de la Bestia (del Anticristo): «Que el inteligente calcule la cifra de la Bestia, pues es la cifra de un hombre. Su cifra es 666».
Así que ni es el número de Satán, ni eran 666 las teselas de la pirámide («ni una más ni una menos», precisa Brown), ni conviene traer a colación a «la esfinge», a François Mitterrand, en este asunto.
El pentáculo de Venus, las olimpiadas y las propiedades cíclicas del amor sexual
Capítulo 6, página 53:
«Cuando era un joven estudiante de astronomía, Langdon se sorprendió al saber que el planeta Venus trazaba un pentáculo perfecto en la elípitica cada ocho años. Tan impresionados quedaron los antiguos al descubrir este fenómeno, que Venus y su pentáculo se convirtieron en símbolos de perfección, de belleza y de las propiedades cíclicas del amor sexual. Como atributo a la magia de Venus, los griegos tomaron como medida su ciclo de cuatro años para organizar sus olimpiadas. En la actualidad, son pocos los que saben que el hecho de organizar los Juegos olímpicos cada cuatro años sigue debiéndose a los medios ciclos de Venus. Y menos aún los que conocen que el pentáculo estuvo a punto de convertirse en el emblema oficial olímpico, pero que se modificó en el último momento -las cinco puntas pasaron a ser cinco aros formando intersecciones para reflejar mejor el espíritu de unión y armonía del evento».
Parece que el protagonista debió de ser un pésimo estudiante de astronomía, puesto que rememora su personal descubrimiento del itinerario de Venus y precisa que traza «un pentáculo perfecto». El movimiento del planeta Venus, contemplado desde la zona de Oriente Próximo, realiza unos curiosos vaivenes que, sólo con mucha imaginación, pueden denominarse un «pentáculo», así que para añadirle el adjetivo perfecto hace falta una dosis de entusiasmo del que carecen todos los astrónomos del mundo. Si abandonamos ese punto de observación y elegimos cualquier otro de nuestro planeta, el movimiento de Venus es de un zigzag sin ningún parecido a aquella figura geométrica.
No queda claro qué quiere decir Langdon con «las propiedades cíclicas del amor sexual», pero en cualquier caso, para él éstas están representadas por Venus y el pentáculo.
La relación de Venus con las olimpiadas, y hasta con los griegos, es aún más fantasiosa e imposible. Los juegos de Olimpia se celebraban en honor al dios Zeus, varón y patriarca del Panteón heleno. La hermosa Venus no patrocinaba aquella cita, entre otros detalles intrascendentes porque Venus es una divinidad romana y los griegos que competían en los Juegos en el siglo IX antes de Cristo no habían oído hablar de ella, puesto que ¡ni siquiera existía su culto! Aunque Afrodita y Venus, como la Astarté de los fenicios, son representaciones más o menos homólogas de la divinidad del amor, de la belleza y de la procreación, son diferentes cultural, mitológica y literariamente. Confundir a Venus con Afrodita es propio de un todologo, pero es un error que no se permite a un pretendido investigador serio.
Afrodita fue una divinidad muy popular entre los griegos y tenía muchos templos a ella dedicados, entre los que destaca el de Pafos, en la isla de Chipre, pero el de Olimpia no era uno de ellos. El templo dedicado a Zeus en la pequeña Olimpia tenía una característica única: era lugar franco para los griegos, que estaban políticamente divididos en ciudades estado muchas veces enfrentadas. La cita en Olimpia, bajo la advocación de Zeus, servía para reforzar los vínculos entre los habitantes de la Hélade y significaba una tregua en caso de conflictos entre griegos.
Brown pretende que los juegos fueron una manifestación del culto «a la diosa», «a la divinidad femenina». Desde luego, de ser así, los griegos tenían una curiosa forma de reivindicar la feminidad, puesto que mientras durasen los Juegos (cinco o seis días), ninguna mujer podía permanecer en Olimpia; mucho menos contemplar o participar en las pruebas. El castigo previsto para cualquier mujer que violara esta prohibición era la muerte. Se la despeñaría por los riscos del monte Tipeo. Sólo se permitía que continuase en Olimpia una sola mujer, la sacerdotisa de Démeter, en honor al cargo que desempeñaba. Suena a la típica reunión de hombres que dejaban a sus mujeres en casa.
No sólo Venus no tenía ninguna relación con los Juegos, sino que, de haberla tenido, ¿por qué inexplicable razón los griegos iban a tomar como referencia temporal de la cita olímpica la mitad de su ciclo astronómico? Lo lógico hubiera sido que la vinculación -inexistente- con la diosa se hubiera honrado con una convocatoria cada ocho años. Pero es falsa la premisa, y necesariamente lo son las conclusiones.
Todo esto ilustra una vez más cómo, si se abdica de usar la razón, se cae de lleno en el mundo de una fantasía tenebrosa. Lo mismo podría aducirse como «prueba» que los Juegos se celebraban cada cuarto de ciclo o cada ciclo y medio. La afirmación de Brown es tanto más insostenible cuanto que los Juegos olímpicos no fueron los únicos que se celebraban en Grecia. Los dorios celebraban unos Juegos píticos en Delfos, ésos sí cada ocho años (aunque después los convocaron cada cuatro); en Corinto se celebraban los Juegos ístmicos, cada segundo año de las olimpiadas, bajo la advocación del poco femenino Poseidón; los Juegos nemeos, en el valle de Nemea, se celebraban cada dos años, también en honor a Zeus. Cuando Brown necesita un dato, lo saca de su chistera y, si además ese dato no prueba nada, se saca de la manga un razonamiento «secreto», una explicación «evidente» que demuestra que es una prueba concluyente.
Respecto al emblema olímpico, no hay prueba alguna de que jamás se barajara el pentáculo como una opción, porque tal cosa no sucedió. Fue el mismo creador de los modernos Juegos olímpicos, el barón Pierre de Coubertin quien, en 1913, diseñó el símbolo de los cinco aros entrelazados, como símbolo de hermandad entre los cinco continentes, aunque no fue adoptado oficialmente hasta 1920. Por cierto que este simbolismo no satisfizo a todos, puesto que si desde la perspectiva europea el mundo está formado por cinco continentes (Europa, Asia, América, África y Oceanía), para muchos norteamericanos, lo que llamamos América debe dividirse en dos continentes, América del Norte y América del Sur, pero en honor al barón de Coubertin nadie ha propugnado alterar la bandera olímpica.
Notas
[6] Información accesible en http://www.louvre.or.jp/louvre/presse/fr/activites/archives/ anniv.htm.
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