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IV.- Iglesias y meridianos
Brown empieza a documentar cosas
Capítulo 19, página 114:
«Se dice que la historia de la Iglesia de Saint-Sulpice es la más rara de entre todas las de los edificios de París. Construida sobre las ruinas de un antiguo templo dedicado a Isis, la antigua diosa egipcia, la iglesia posee una planta prácticamente idéntica a la de Notre Dame. En esa basílica recibieron las aguas bautismales figuras como el marqués de Sade o Baudelaire, y en ella se casó Victor Hugo. El seminario anexo cuenta con una historia bien documentada de heterodoxia, y en otros tiempos fue punto de encuentro clandestino de numerosas sociedades secretas».
[En relación con este pasaje, en el capítulo 22, en la página 134:] «Encajada en el pavimento (de Saint-Sulpice) de granito gris, una delgada franja de metal pulido brillaba en la piedra... una línea dorada que cortaba la uniformidad del suelo de la iglesia. Aquella forma alargada tenía grabadas unas marcas graduadas, como si fuera una regla. Era un gnomon, según le habían dicho, un instrumento astronómico pagano parecido a los indicadores de las horas en los relojes de sol. De todo el mundo acudían a Saint-Sulpice turistas, científicos, historiadores y no creyentes para admirar la famosa línea. [...] Era una especie de gnomon, un vestigio del templo pagano que antiguamente había sido erigido en aquel lugar».
No hay nada de extraño en la Iglesia de San Sulpicio de París. Al autor le conviene establecer enigmáticos vínculos entre la iglesia y el culto a «la diosa», pero no existe ninguna prueba ni ningún indicio que haga pensar que esta iglesia se construyera sobre «las ruinas de un antiguo templo dedicado a Isis, la antigua diosa egipcia». Lo que sí es cierto es que la planta de la iglesia se asemeja a la de la Catedral de Notre Dame. Por lo menos, una verdad.
Lo que más llama la atención del autor es la existencia en la iglesia de un gnomon, al que denomina rimbombantemente «instrumento astronómico pagano, parecido a los indicadores de las horas en los relojes de sol». Resulta sorprendente que lo que para todo el mundo es un «instrumento astronómico antiguo» pase a ser para Brown un «instrumento astronómico pagano». ¿Hay instrumentos astronómicos budistas, musulmanes o cristianos? Brown se equivoca, pero lo hace a su favor.
Además, no es que los gnomones sean parecidos a «los indicadores de las horas en los relojes de sol», sino que tales indicadores se llaman, sencillamente «gnomones». El gnomon es cualquier indicador que sirva para tener una referencia en un reloj o en un dispositivo de cálculo solar. Cuando todo el mundo se regía por los ritmos del sol, los relojes más útiles eran los de sol. Pero no sólo se calculaban las horas del día. También se calculaban con referencia al sol, por ejemplo, los equinoccios primaverales.
El «meridiano» de Saint-Sulpice no tiene nada de excepcional ni de esotérico. En muchas otras iglesias de la Cristiandad existen meridianos, como el espectacular de Santa María de los Angeles, en Roma. Además de su utilidad astronómica siempre se consideró un reto de la ingeniería el levantar una iglesia disponiendo las entradas de luz precisas para obtener el efecto sorprendente de un solo rayo de luz recorriendo la nave.
Por supuesto, los meridianos y los relojes de sol son anteriores al cristianismo, lo cual no parece que les convierta en «vestigio del templo pagano que antiguamente había sido erigido en aquel lugar». Parece que usar de vez en cuando, en nuestras chapuzas domésticas, el precristiano martillo para clavar un clavo tampoco nos convierte necesariamente en adoradores de Vulcano.
En las iglesias se bautiza y se casa la gente. Es lo que tienen. Decir que la Iglesia de San Sulpicio tiene algo de esotérico porque en ella se bautizaron Baudelaire y el marques de Sade y se casó Victor Hugo es más o menos como sugerir que la Iglesia de San Ginés en Madrid tiene algo de literario porque en ella se bautizó Lope de Vega y se casó Francisco de Quevedo.
«El seminario anexo cuenta con una historia bien documentada de heterodoxia, y en otros tiempos fue punto de encuentro clandestino de numerosas sociedades secretas». Pues será porque él lo dice. En 1642 Jean-Jacques Olier es nombrado párroco de esta famosa iglesia y erige el seminario de Saint-Sulpice, con el fin de aplicar las reformas del Concilio de Trento en la formación del clero. Pretende educar formadores y rectores de seminarios fieles a la doctrina católica. Así nació el germen de la Compañía de los sacerdotes de San Sulpicio, que hasta hoy se dedican a esa tarea de formación.
La espiritualidad de Olier es uno de los más importantes exponentes de la contrarreforma católica en Francia y de entre las filas de su instituto han salido numerosos fundadores de otras congregaciones, cientos de obispos y millares de misioneros y profesores católicos. Los sulpicianos fueron tenaces luchadores contra la herejía, combatiendo firmemente el jansenismo y el racionalismo en los siglos XVII y XVIII. En plena crisis modernista el Papa San Pío X dijo de ellos: «Congregatio Sulpicianorum fuit salus Galliae» («La congregación de los sulpicianos fue la salvación de Francia»). Los sulpicianos presumían con orgullo de que en toda su historia ninguna obra teológica de los miles de discípulos de la congregación había sido nunca incluida en el índice de libros prohibidos del Santo Oficio. No parece, a simple vista, «una bien documentada historia de heterodoxia».
El meridiano cero nunca pasó por París
Capítulo 22, página 136:
«En un globo terráqueo, la Línea Rosa -también llamada meridiano o longitud- era una línea imaginaria trazada desde el polo norte al polo sur. Había, claro está, un número infinito de líneas rosas, porque desde todo punto del globo se podía trazar una línea que conectara los dos polos. Pero para los primeros navegantes la cuestión era saber a cuál de aquellas líneas había que denominar Línea Rosa -longitud cero-, aquella a partir de la que todas las demás longitudes de la tierra pudieran medirse.
»En la actualidad esa línea estaba en Greenwicb, Inglaterra. Pero mucho antes de que en esa localidad se estableciera el primer meridiano, la longitud cero de todo el mundo pasaba directamente por París, y atravesaba la Iglesia de Saint-Sulpice. [...]Greentvich le había arrebatado aquel honor en 1888...».
En la obra de Brown las frases dogmáticas y las afirmaciones inapelables suelen estar acompañadas de una ambigüedad legendaria: «Para los primeros navegantes la cuestión era saber a cuál de aquellas líneas había que denominar Línea Rosa». El lector ignora a qué primeros navegantes se refiere el autor.
Lo cierto es que «la longitud cero de todo el mundo» nunca pasó por París. El primer intento conocido de fijar un «meridiano cero» a partir del cual se midieran los demás tuvo lugar en el siglo II antes de Cristo, cuando se le ocurrió al matemático y astrónomo griego Hiparco de Rodas. Hiparco quería que para tener un modo seguro de hallar la posición de cualquier lugar de la tierra, todos tomaran como referencia el meridiano que pasa por su isla natal, Rodas. El griego no era un cualquiera, pues se le considera el iniciador de la trigonometría, el inventor del astrolabio, el descubridor de la precesión de los equinoccios y además elaboró una teoría de los movimientos de la luna y hasta un catálogo de estrellas. Su intento no tuvo demasiado éxito.
El también griego Ptolomeo, en el siglo II d.C, trazó un «meridiano cero» que pasaba por las islas Canarias. A mediados del siglo XV un sabio benedictino, Nicolás Germanus, dio gran difusión a los trabajos de Ptolomeo y parece que tuvieron mucha influencia en la navegación de Cristóbal Colón.
Después comenzó la época de los grandes descubrimientos y las naciones con posesiones ultramarinas fijaron para sus propios navegantes meridianos de referencia que solían pasar por las respectivas metrópolis. Cada país tenía su «meridiano cero». En ese maremagnum en el que nadie se ponía de acuerdo, la mayor calidad técnica de los cartógrafos ingleses provocó que, al difundirse más sus cartas marinas entre navegantes de distintos países, Inglaterra fuera adquiriendo una cierta preeminencia sobre los demás. En total, había once meridianos de referencia distintos: Greenwich, Cádiz, Lisboa, Roma, París, Berlín, Copenhague, Río de Janeiro, San Petersburgo, Estocolmo y Tokio.
En 1884, el presidente de los Estados Unidos, Chester A. Arthur, convocó una conferencia mundial en Washington con el objeto de lograr el establecimiento de un meridiano cero aceptado por todos los países y fijar así también una referencia horaria común. Fue en 1884, y no como pretende Langdon, en 1888, pues para entonces Arthur hacía tres años que había dejado la presidencia.
Para cuando comenzó la reunión, hacía tiempo que la mayoría de los barcos comerciales reconocían el meridiano de Greenwich como referencia: un 72% del total mundial. Así pues, París nunca tuvo el privilegio de ser la referencia de los marinos -excepto de los franceses- antes que Greenwich.
La conferencia dio oficialidad a lo que la práctica había confirmado. De veinticinco países presentes, veintidós votaron a favor de Greenwich, dos se abstuvieron y uno votó en contra.
Este discurso de Langdon resulta pura fantasía y, además, de ser cierto lo que dice Langdon, no probaría nada. ¿Qué hubiera significado que en alguna época el meridiano cero hubiera pasado por París?
Del director
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