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¿Constantino, editor de la Biblia?
Capítulo 55:
«Constantino encargó y financió la redacción de una nueva Biblia que omitiera los evangelios en los que se hablara de los rasgos 'humanos' de Cristo y que exagerara los que lo acercaban a la divinidad. Y los evangelios anteriores fueron prohibidos y quemados. [...] »Todo el que prefería los evangelios prohibidos y rechazaba los de Constantino era tachado de hereje. La palabra herético con el sentido que la conocemos hoy, viene de ese momento de la historia. En latín, hereti-cus significa "opción". Los que optaron por la historia original de Cristo fueron los primeros "herejes" que hubo en el mundo».
La Iglesia no nació, a diferencia de, por ejemplo, la espiritualidad de la diosa, como una vaga corriente de opinión o una ideología. Desde el principio la Iglesia fue un cuerpo social o, como dicen los teólogos, «una sociedad perfecta» en sí misma. La fe y los sacramentos cristianos se celebraban y se transmitían en la Iglesia y de una forma organizada. En cada lugar, esa organización eclesiástica giraba en torno a la figura del obispo, cabeza de la Iglesia local. Eso sucede desde el mismo comienzo. La Iglesia la funda Jesucristo y la constituye como un cuerpo al que se incorporan los que se hacen partícipes de la salvación de Cristo. Cristo dota al cuerpo de la Iglesia de todos los medios para cumplir su misión de llevar la salvación a todos los confines del mundo. Los medios que necesita el cuerpo moral de la Iglesia son la capacidad de mantener la disciplina: el gobierno interno; la unidad de doctrina: la enseñanza de la doctrina de la fe; y los medios de santificación: los sacramentos. Ese triple poder de gobernar, de enseñar y de santificar, se encuentra ya en los primeros obispos. Un dato más: la Iglesia no nace de los cuatro evangelios, sino de la muerte y de la resurrección de Cristo, y de Pentecostés. No hay unanimidad respecto a la data-ción original de los evangelios canónicos, pero parece que puedan fijarse entre el año 60 y el 90. Eso los coloca bastante cerca de los sucesos de la vida terrena de Jesús y en cualquier caso todavía serían muchos los testigos de su vida que seguirían con vida. Ese dato es importante para comprender la historicidad de los evangelios y su credibilidad (pues, de haber sido falsos, estos escritos podían haber sido refutados por contemporáneos de Jesús o por personas todavía muy próximas a Él). Pero en cualquier caso, la Iglesia no nace con la redacción física de los cuatro libros de los evangelios. Cuando éstos se escriben, la Iglesia llevaba desde la Ascensión de Jesús, enseñando, gobernando y santificando. La Iglesia ya celebraba los sacramentos, ya anunciaba la Buena Noticia de Jesucristo a judíos y a gentiles, y las iglesias locales tenían una firme organización de gobierno en torno a los obispos. Para cuando los evangelios ven la luz, la Iglesia ya cuenta hasta con mártires como San Esteban. Los evangelios son textos inspirados por el Espíritu Santo que se escriben dentro de la Iglesia, y es la autoridad de esa Iglesia la que los distingue como dignos de fe.
Este funcionamiento y la organización de la Iglesia quedan reflejados en los Hechos de los Apóstoles, en las Cartas de San Pablo, en las demás epístolas del Nuevo Testamento y en la literatura cristiana inmediatamente posterior.
San Ignacio, tercer obispo de Antioquía, vivió a caballo entre el siglo I y el II, y sufrió el martirio en época del emperador Trajano. En sus cartas escritas desde Roma, hacia el año 110, describe la vida de las iglesias locales, en cuya cúspide está el obispo que, ayudado por sus presbíteros y sus diáconos, gobierna a la comunidad de los fieles. En esas cartas recomienda a los cristianos que tengan el máximo respeto por el obispo, menciona la preeminencia de la Iglesia de Roma, por delante de las demás; y llama a la Iglesia universal, «católica».
Todos estos datos son decisivos para comprender el funcionamiento de los cristianos en los primeros siglos. Tenían un fuerte sentimiento jerárquico y esa Iglesia, que fue madurando en la comprensión de las verdades reveladas, se mantuvo reconocible a lo largo del tiempo, por la sucesión apostólica y visible de los obispos.
Desde el principio también surgieron disidencias, pero esa naturaleza jerárquica y orgánica de la Iglesia hacía que los que se apartaban de la enseñanza tradicional tendieran a organizarse en grupos separados y distinguibles. La Iglesia durante los primeros tres siglos no tenía fuerza exterior para luchar contra las herejías, así que se combatió contra ellas con la fuerza de la virtud y de la fidelidad. En ocasiones eran los mismos obispos los que se separaban de la doctrina, pero nunca -en esos primeros siglos- lograron desgajar Iglesias de la comunión eclesiástica. En muchos de esos casos eran los mismos fieles los que se levantaban contra el obispo herético y pedían ayuda a los obispos cercanos para que lo depusieran en un sínodo.
La primera secta que perdura organizadamente como una Iglesia separada es la de los donatistas, en la región de Carta-go. Curiosamente, eso sucede después del año 311, en vísperas del advenimiento de Constantino al trono de Occidente.
No es, por tanto, creíble que Constantino pudiera influir en el contenido dogmático del cristianismo, que gozaba de una firme estructura orgánica y con abundante producción cate-quética y teológica.
La historia de la formación del canon del Nuevo Testamento hay que comprenderla a la luz de la vida de la Iglesia.
Cuando surgía alguna duda en las comunidades respecto de si un texto determinado debía tenerse como evangélico, se aplicaban unas reglas:
- que el libro tuviera origen apostólico y coherencia de doctrina con la enseñada tradicionalmente y,
- que fuera aceptado y usado oficialmente en las comunidades cristianas con las que los apóstoles habían tenido contacto directo (también testimonio de la tradición).
Resulta asombrosa la práctica unanimidad de las comunidades locales de la Iglesia primitiva, en Oriente y en Occidente, a la hora de determinar el canon del Nuevo Testamento, que estaba fijado -con mínimas variantes- en la primera mitad del siglo II. El fragmento de Muratori, de finales de ese mismo siglo II, ya contiene la lista de los libros que la Iglesia en Roma consideraba como inspirados y que formaban el Nuevo Testamento.
En lo relativo a la palabra hereje, Brown se deja también llevar por su fantasía. En este caso, es el traductor el que transcribe erróneamente la palabra hereticus, donde el americano puso haereticus. De todas formas, haereticus es un adjetivo («herético»), mientras que Brown nos lo presenta como un sustantivo («opción», que en latín se decía haeresis, del griego hai-resis). Con independencia de estos detalles nimios, que sencillamente delatan desconocimiento de la lengua, la afirmación de Langdon es totalmente falsa. La palabra herético en el sentido que la conocemos hoy no procede de este momento de la historia. Por poner algunos ejemplos, el ya citado Ignacio de Antioquía, en sus cartas desde Roma, hacia el año 110, advierte contra los heréticos que dicen mentiras sobre Cristo. Hacia el año 180 se fecha la obra de Ireneo de Lyon, Adversus haere-ses, en la que expone y refuta las doctrinas de los herejes del cristianismo. Tertuliano escribió en torno al año 200 su De prescriptione haereticorum.
En perfecta coherencia con la unidad orgánica y de doctrina de la Iglesia, los cristianos ortodoxos distinguían desde el principio a los que, siguiendo su propia opinión (haeresis) en lugar de la doctrina del evangelio a la luz de la tradición, se separaban del cuerpo de la Iglesia. La palabra herético, con la acepción de «quien profesa un error sobre Cristo», tiene al menos doscientos años en el tiempo de Constantino, pero el concepto es aún anterior.
Sin necesidad de conocer nada de la historia del cristianismo, basta una hojeada a los evangelios canónicos -ésos que Brown dice que fueron confeccionados para borrar toda traza humana de Cristo- para darse cuenta de que, de haber sido así, los escribas contratados por Constantino hicieron su trabajo rematadamente mal, puesto que los evangelios recogen constantes y delicados detalles de la humanidad de Jesucristo.
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