conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período segundo.- El Siglo XIX: la Iglesia Centralizada en Lucha con la Cultura Moderna » Capitulo tercero.- Iglesia y Cultura Industrial Moderna » §117.- Fe y Ciencia en el Siglo XIX

II.- El Modernismo. Su Rechazo por la Iglesia

1. Mientras los teólogos que acabamos de mencionar lograron dar solución a los problemas planteados en armonía con el espíritu de la Iglesia, hubo ya a comienzo del siglo otros que se apartaron en mayor o menor medida de la doctrina ortodoxa. Son grandes las diferencias existentes entre ellos en cuestiones concretas, por lo que la nota condenatoria ha de hacerse teniendo en cuenta una extensa gama de matices. Todos ellos estaban de acuerdo en defender la doctrina católica frente al ateísmo y al materialismo y en rechazar el abuso que de la razón había hecho la Ilustración.

a) Pero esta oposición condujo a algunos de ellos a excluir totalmente de la teología la actividad de la razón deductiva, enseñando el fideísmo y el tradicionalismo[6] entre ellos Louis Boutain († 1867), Louis de Bonald († 1840). Por su parte, el piadoso Antonio Rosmini († 1855), Vincenzo Gioberti († 1852) y en Francia Alphonse Gratry defendieron el llamado ontologismo. Este sistema desconfía igualmente del poder de la razón deductiva; pero, a pesar de ello, la existencia de Dios está asegurada, pues en el acto de pensar el ser, en el acto de pensar la idea «Dios» va necesariamente incluida su existencia. Esto significa la confusión del pensamiento con la realidad que existe fuera de nosotros, la confusión del orden de pensar con el orden de ser.

b) En total oposición a estos sistemas surgieron los ensayos de solución, mucho más importantes, de los profesores Georg Hermes († 1831), de Bonn, y Anton Günther († 1863), de Viena. Ambos confiaban demasiado en la razón; tanto que se propusieron probar toda la doctrina cristiana partiendo de ella. Para conseguir este objetivo era necesario un método radical: hay que comenzar «desde el principio», es decir, es preciso alejar de nosotros todas las convicciones firmes ya existentes y luego ir construyendo por la reflexión el edificio doctrinal. Esto se realiza mediante la duda positiva (en Günther es la duda metódica), que debe constituir el punto de partida de toda investigación. En este planteamiento se confundía a la fe con la tazón. La síntesis de ambos elementos se lograba aquí mediante la debilitación esencial de la fe, mientras que en el primer grupo era a costa de un debilitamiento de la razón. Las doctrinas de ambos grupos, cuyos principales representantes eran fieles servidores de la Iglesia, fueron condenados por Roma.

c) Ignacio Döllinger (1799-1890) no pertenece a ninguno de estos dos grupos. Procedía del círculo de Görres (§ 115, II). Sus obras científicas en el campo de la historia de la Iglesia son de primera categoría. Su historia de la Reforma (1846-1848) fue una obra que en cierto sentido abrió una nueva época. Corrigió con brío y con buenos argumentos la imagen unilateral que presentaba la investigación protestante, aunque luego no logró, con todo el material acumulado, elaborar un cuadro equilibrado de la misma[7]. Más tarde Döllinger tendría como una de sus aspiraciones primordiales la de preparar una aproximación de las confesiones. No era un pensador especulativo, sino un historiador puro, con tendencia político-eclesiástica. También él se sentía impulsado por la idea de llevar a cabo una unión más estrecha entre la fe católica y la ciencia moderna. Pero, fuertemente condicionado por la época, sobrevaloraba, al igual que los representantes del segundo grupo antes mencionado, la ciencia. Esto le impedía negar a tener una idea cabal y cristianamente creyente de la Iglesia. Efectivamente, esta idea implicaba, ya antes del Vaticano I, la supremacía absoluta de la Iglesia universal, que expresa sus doctrinas en materia de fe y costumbres por medio del magisterio oficial, por encima de las convicciones del individuo, por muy sinceras que éstas sean. Pero Döllinger no fue capaz de mantener esta fe después de la definición de la infalibilidad. No estuvo dispuesto a reconocer el nuevo dogma y se mantuvo en esa trágica actitud hasta su muerte. No llegó a ingresar en la Iglesia de los Viejos Católicos, a cuyo surgimiento tanto había contribuido; al contrario, a cuantos se dirigían a él les aconsejaba mantener fidelidad a la Iglesia romana. En el fondo, el famoso historiador, al igual que muchos de sus contemporáneos, no había comprendido el dogma de la infalibilidad. Si hubiera previsto los efectos reales de esa definición y la presentación actual del dogma, habría podido perfectamente reconocerlo.

3. El método erróneo de las concepciones que hemos reseñado condujo a un conflicto con la Iglesia, aunque sus defensores no querían atentar contra ningún dogma. Junto a ellos hubo, en cambio, una larga serie de innovadores radicales que amenazaban con destruir la esencia de la religión revelada, de la Iglesia y de su doctrina. Todos ellos defendían un subjetivismo, un criticismo y un historicismo radicales, aplicados a la doctrina de la Iglesia o más concretamente a la teología.

4. En el siglo último tres veces se ha ocupado el magisterio oficial de la Iglesia de estos errores: Gregorio XVI, con su encíclica Mirari vos, de 1832; Pío IX, con el Syllabus (1864), y Pío X, con el nuevo Syllabus y la encíclica contra los modernistas, a comienzos del siglo XX (1907).

Gregorio XVI cree que el mal fundamental de la época es el indiferentismo, es decir, la concepción de que cada hombre puede alcanzar su salvación escogiendo la religión que mejor le parezca «con tal que mantenga las costumbres según la norma de lo justo y lo honesto». El papa ve en esto, con razón, un intento de convertir la religión cristiana en una institución humana. Aquí aparece claramente la gran diferencia entre la filosofía, que es discutible, y la revelación divina, que impone unas obligaciones incondicionales. Es el gran tema del siglo: ¿sólo la naturaleza (naturalismo), o también la revelación? Del indiferentismo brota, según Gregorio XVI, «aquella absurda y errónea doctrina o, más bien, locura de que cada hombre debe tener libertad de conciencia... También pertenece a este lugar la vergonzosa y nunca suficientemente detestada libertad de prensa».

Nos encontramos todavía, a la hora de la publicación de esta encíclica, en la época de la restauración contrarrevolucionaria, con los condicionantes propios de ese momento histórico. Es clara la intolerancia dogmática, pero sus términos se limitan a un rechazo puramente negativo expresados con una dureza unilateral. La necesidad y los derechos de la estructuración democrática de la sociedad, y la posibilidad de una interpretación católica de los mismos, como mostrará León XIII, quedan fuera del campo de visión y no son utilizados, al igual que el principio mantenido por la doctrina católica (Tomás de Aquino) sobre la obligatoriedad de seguir el dictamen de la conciencia individual.

5. El Syllabus (recopilación) de los principales errores de nuestro tiempo, de Pío IX, aparecido en 1864, pone de manifiesto con más claridad que ninguna otra de las declaraciones pontificias de este siglo la distancia gigantesca que alejaba a la época del pensamiento de la Iglesia y viceversa. El mundo moderno, que se enfrenta conscientemente a la Iglesia, es acusado de error por el papa de la manera más áspera posible. El resultado es también aquí totalmente negativo. El Syllabus se dirige contra el panteísmo, el naturalismo, el racionalismo, el socialismo, el comunismo, el nacionalismo anticristiano, el estatalismo eclesiástico, la moral autónoma, el liberalismo y sus consecuencias (libertad de cultura y de prensa). Concluye con esta solemne repulsa: «El romano pontífice no puede ni debe reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna».

Para no entender mal todo el Syllabus, y especialmente esta última frase, es preciso tener presente el contexto. Lo que Pío IX pretende rechazar es la cultura moderna en la medida en que se ha alejado de lo sobrenatural, haciéndose con ello herética. Es verdad que apenas aparece el deseo de introducir la cultura en la Iglesia, lo que indica que todo el manifiesto gira en torno al gran tema del siglo: naturaleza o sobrenaturaleza. La recopilación de los errores modernos se realizó a instancias del arzobispo de Perusa, Pecci. Nadie, sin embargo, ha proclamado más claramente que el mismo Pecci -desde el momento en que subió a la cátedra de Pedro con el nombre de León XIII- que el tono durísimo del lenguaje nada tenía que ver con el contenido, y que aquí no se quiso rechazar la cultura moderna en cuanto tal.

De todas formas hemos de subrayar, una vez más, que el estilo y forma con que Pío IX se dirigió al liberalismo y al mundo moderno en esta declaración condicionó la actitud de casi toda la Iglesia católica durante decenios, sin que de ello se derivase ventaja alguna ni para la Iglesia ni para la humanidad. Las ocasiones de hablar al mundo moderno con un impulso misionero y orear bases fructíferas para su entrada en la Iglesia se perdieron inútilmente. En su condenación de los errores modernos, con todo, es preciso conceder que Pío IX tenía razón y que su áspera censura significaba objetivamente un bien para la humanidad, tan necesitada de una orientación espiritual. Pero la forma en que lo hizo provocó más el odio de la época y cerró a los católicos un buen número de posibilidades, que sólo pudieron ser recreadas posteriormente con ímprobos esfuerzos y tras no pocas pérdidas. A partir de la condena de Galileo, el problema «Iglesia-modernidad» se plantea constantemente a lo largo de toda la Edad Moderna. Su única solución y la única manera de evitar el peligro es mantener una fe valiente en la verdad de la revelación cristiana y en la peculiaridad de su mensaje puramente religioso, con la vertiente espiritual y la social, desde la Cruz. Con León XIII se efectuó un giro en esta dirección. Tras la disputa con los modernistas, la exégesis y la investigación histórica de los católicos se plantean los problemas suscitados por el espíritu científico moderno con una libertad interna animada por Pío XII, pero tendrá que seguir defendiéndose de movimientos retardatarios e incluso acusatorios dentro de la Iglesia. En la actualidad, vistas las cosas en su conjunto, la exégesis y la investigación católica -incluso a juicio de los protestantes- están a la altura de cualquier competidor en el campo puramente científico.

6. En el calor de la lucha no siempre se empleó la acusación de «modernista» con la discreción que era absolutamente exigible. Donde hay verdadero modernismo existe una grave herejía. El verdadero modernismo no es otra cosa que la transposición radical de errores ya condenados a la teología o, más en concreto, a la filosofía, la religión y el dogma. El modernismo no es tanto un sistema de doctrina herética cuanto un modo herético de pensar.

a) Tiene tres raíces, que corresponden a los tres conceptos citados: 1) una raíz filosófica, el agnosticismo (influencia de Kant), según el cual el entendimiento no puede aprehender con certeza nada de las cosas sobrenaturales; pero también es válida la inversión radical de esta proposición: el entendimiento es la única medida de todo lo que se ha de admitir como cierto, pero la revelación no constituye una instancia legítima contra las conclusiones del entendimiento; 2) una raíz psicológica y religiosa: la religión consiste únicamente en la vida interior de cada hombre (influencia de Schleiermacher) y la reducción de esas experiencias y necesidades a proposiciones; 3) una raíz histórica: el evolucionismo (influencia del relativismo histórico): nada estaba ni está acabado, todo ha devenido y deviene, todo está en movimiento. También los dogmas, por tanto, están sometidos a cambio.

Una ofuscación común pudo hacer posible que los defensores de este sistema se pudiesen considerar a sí mismos como católicos: el principio, ya mencionado, de la doble verdad, o una concepción que separa radicalmente la ciencia intelectual de la esfera de la fe y que, por tanto, corresponde de algún modo a dicho principio. En resumen, el modernismo puede definirse como la relativización fundamental del dogma, realizada sobre la base del historicismo y del racionalismo subjetivo.

b) El modernismo fue rechazado por Pío X en el «nuevo» Syllabus (decreto Lamentabili y encíclica Pascendi, de 1907). Sus principales defensores eran franceses: el sacerdote Alfred Loisy (1857-1940), de vida ejemplar en sus costumbres, que murió sin reconciliarse con la Iglesia. Sus eruditas obras exegéticas, con sus virajes tan acusados, son una buena muestra de la inseguridad del método hipercrítico: los resultados de los diferentes estudios no son ni con mucho coincidentes entre sí, ni siquiera en aspectos esenciales.

En Alemania, el modernismo apenas tuvo defensores. El hecho de que, a pesar de ello, la acusación de modernismo fuera lanzada contra muchos sabios que intentaban con plena ortodoxia poner la ciencia católica a la altura de los tiempos, es uno de los graves errores del integrismo católico, contra el que Benedicto XV se vería obligado a intervenir (§ 125).

c) Uno de los teólogos católicos más importantes del siglo XIX fue el noble profesor de Würzburgo Herrmann Schell († 1906). El fue el que más denodadamente luchó por conseguir un equilibrio entre la Iglesia y el progreso. Schell se sometió a la condenación de algunos puntos de su sistema. Por eso muchas sospechas injustas y malévolas que se le imputaron carecen por completo de justificación. Su labor perdura hasta el día de hoy para bien de la Iglesia, a la que con tanto fervor sirvió, poniendo todos sus esfuerzos para recuperar su prestigio de antaño en el mundo del espíritu.

7. Paralelamente a su lucha contra la destrucción de la armonía entre la fe y la ciencia, se esforzó el pontificado positivamente por construir una teología que pudiese organizar y defender victoriosamente esa armonía. Naturalmente se acudió a la Escolástica. Ya Pío IX había pedido que se tratase de darle nueva vida. El Vaticano I había elaborado su importante decreto sobre los fundamentos de la fe (revelación, fe y razón, pruebas de la existencia de Dios), siguiendo en todo el espíritu de santo Tomás de Aquino. León XIII le dedicó una encíclica presentándolo como el teólogo que había de servir de norma a todos los teólogos católicos y promovió una nueva edición de sus obras. Pío X no se cansó de crear toda clase de seguridades para que en la Iglesia, y especialmente en la formación del clero, la doctrina de santo Tomás tuviera validez exclusiva.

a) Siguiendo estos estímulos y prescripciones surgió efectivamente una filosofía neoescolástica. La Compañía de Jesús (Giovanni Perrone [† 1876], Matteo Liberatore [† 1892], Joh. Bap. Franzelin [† 1886], Joseph Kleutgen [† 1883], todos ellos profesores de la Gregoriana durante muchos años, y una serie de sacerdotes seculares, como Johan Baptis Heinrich [† 1891], Franz Moufang en Maguncia [† 1890] y luego el cardenal de Malinas, Désiré Mercier [† 1926]), con la Escuela de Lovaina, fueron abriendo el camino a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, estos teólogos prestaron en general poca atención a la realidad auténtica de la gran Escolástica, con sus contradicciones internas, que no es un sistema cerrado de meras frases doctrinas, sino una abierta investigación de las verdades últimas, en la que se mantienen tesis muy diferentes y se parte de posturas fundamentales muy distintas. Olvidaron la petición de Pío IX (carta de 21 de diciembre de 1863 al arzobispo de Munich) y más todavía la de León XIII de que la renovación de la Escolástica no significase una repetición unilateral y servil de la del siglo XIII, sino una construcción nueva que sólo podía realizarse resucitando y vivificando aquel sistema en su totalidad.

b) La neoescolástica del siglo XIX tampoco produjo ninguna obra sobresaliente. Lo que sí hubo a fines de este siglo fue una importantísima labor de investigación histórica sobre la Escolástica, en la que descuellan los católicos Heinrich Suso Denifle OP († 1905), Franz Ehrle SJ († 1924), Clemens Baeumker († 1934), Pierre Mandonnet († 1936), Martin Grabmann († 1949) y sus discípulos. Esta labor de investigación histórica preparó el camino para una revitalización creadora de la Escolástica, en mutua colaboración entre dominicos, jesuitas, sacerdotes seculares y, finalmente, algunos seglares de Alemania, Francia, Italia y Estados Unidos. El reconocimiento por todos ellos de la necesidad de continuar un desarrollo independiente, y la energía con que se mantiene este punto de vista, es un nuevo signo de auténtica vida espiritual.

Notas

[6] La revelación es la única fuente de verdad religiosa, rechazada algún tiempo después por el Vaticano I. En el terreno religioso, para nada sirve la razón. De todas formas, se acusó precipitadamente de «fideísmo» a espíritus religiosos que se limitaban a acentuar el aspecto estrictamente misterioso de la revelación, inalcanzable adecuadamente por el entendimiento. Defendían, por eso mismo, una teología estrictamente aconceptual.

[7] Junto a esto no debe olvidarse la antigua frase de Döllinger (1828), considerando a Lutero «uno de los hombres más relevantes de todos los siglos».

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