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2. Los escritos apologéticos de Tertuliano

Entre las obras apologéticas de Tertuliano, los libros Ad nationes y el Apologeticum están relacionados entre sí. Los dos fueron escritos el año 197 y tratan del mismo asunto. Sin embargo, el Apologeticum representa una forma más acabada. Por esta razón y por algunas alusiones concretas a la revuelta de Albino contra Septimio Severo y a la sangrienta batalla que siguió en Lión el 19 de febrero del año 197, se deduce que el Ad nationes fue compuesto antes que el Apologeticum.

1. A los paganos (Ad nationes).

Este tratado consta de dos libros. El primero empieza demostrando que el procedimiento jurídico seguido contra los cristianos no solamente es irracional, sino que va contra todos los principios de la justicia. Esta iniquidad es fruto de la ignorancia: los paganos condenan lo que no conocen (c.1-6). En los capítulos siguientes (7-19), el autor refuta las calumnias que se habían hecho corrientes. Prueba que son falsas, pero añade que, aun en el caso de que fueran verdaderas, los paganos no tendrían por eso derecho a condenar a los cristianos, puesto que ellos mismos cometen crímenes peores. Mientras el primer libro permanece en la defensiva, el segundo es más agresivo. Contiene una acerada crítica de la religión pagana en general y ataca en particular las creencias romanas sobre los dioses. Tertuliano se vale aquí del Rerum divinarum libri XVI de Varrón, donde los dioses se dividen en tres clases: dioses de los filósofos, dioses de los poetas, dioses de las naciones. Tertuliano investiga el concepto de Dios y prueba que las divinidades paganas son puras invenciones humanas.

2. Apología (Apologeticum).

El Apologeticum es la obra más importante de Tertuliano. Difiere notablemente del libro Ad nationes, a pesar de la semejanza de contenido. El Apologeticum sigue un plan y tiene más unidad que el Ad nationes. Este parece más una colección de materiales que una composición acabada. El Apologeticum, en cambio, da decididamente la impresión de estar inspirado en una idea personal del autor y de haber sido creado por una personalidad que domina el material que tiene a su disposición. El razonamiento reviste una forma más jurídica, al paso que la argumentación del Ad nationes es filosófica y retórica. En el Apologeticum el autor se muestra más circunspecto que en el Ad nationes, porque el destinatario es distinto en los dos. Como lo indica el mismo título, el Ad nationes va dirigido al mundo pagano en general, mientras que el Apologeticum está destinado a los gobernadores de las provincias romanas, a quienes ataca al mismo tiempo que trata de convencerles. Por esto, el Ad nationes corresponde al tipo del Λóγος προς Ελληνας mientras que el Apologeticum representa al de la απολογία.

Contenido.

La ignorancia explica el odio y las persecuciones de que son victimas los cristianos:

La verdad sabe que vive como peregrina en la tierra; que, entre extraños, fácilmente encuentra enemigos, pero que su familia, su mansión, su esperanza, su crédito y su dignidad los tiene en los cielos. Entre tanto, no tiene más que un deseo: que no se le condene sin ser conocida. ¿Qué tienen que perder vuestras leyes, que mandan en su propio imperio, si se la deja oír? (1,2).

El procedimiento judicial adoptado por las autoridades va contra toda la tradición y contra todos los principios de la justicia. Ni siquiera los paganos pueden dar una razón aceptable de su odio contra el nombre de "cristiano." El valor de toda legislación humana depende de su moralidad y del fin que persigue; por tanto, la religión cristiana no puede ser contraria a los decretos del Estado. Además, la historia demuestra que fueron solamente los emperadores malos los que promulgaron edictos contra ella: "Tales fueron siempre nuestros perseguidores, hombres injustos, impíos, infames, a quienes vosotros mismos acostumbráis a condenar y soléis rehabilitar a los que ellos condenaron" (5,5).

Este hecho proyecta luz sobre el valor de estos decretos. Además, la historia nos dice que las leyes pueden revocarse, y de hecho muchas lo han sido. Después de esta introducción, que consta de seis capítulos, Tertuliano trata primero brevemente de los crímenes secretos (c.7-9) y se detiene luego en los crímenes públicos que se imputan a los cristianos. Nunca se ha probado que cometieran el infanticidio sacramental o que se entregaran a banquetes de Thyeste o que cometieran incestos. "Desde tanto tiempo, el único testigo de los crímenes de los cristianos es el rumor" (17,13). Los paganos, en cambio, son culpables de tales enormidades. Son serias las acusaciones de desprecio de la religión del Estado (intentatio laesae divinitatis) y de alta traición (titulus laesae augustioris majestatis). Al defenderse contra la acusación de estos crímenes públicos Tertuliano hace gala de toda su pericia de jurista. Los cristianos, dice, no toman parte en el culto de los dioses paganos, porque éstos no son más que hombres ya muertos y sus imágenes son materiales e inanimadas. Nada tiene de extraño, pues, que se haga burla de tales divinidades en el teatro y sean menospreciadas en el templo. Los cristianos veneran al Creador del mundo, al único Dios verdadero, que se ha revelado en las Escrituras. Es, pues, injusto acusarles de ateísmo, puesto que los llamados dioses de los paganos no son dioses:

Toda esa confesión de aquellos que reconocen no ser dioses y no haber otro Dios sino Aquel a quien nosotros pertenecemos, es bastante idónea para alejar de nosotros el crimen de lesa patria y más de lesa religión romana. Porque si es cierto que vuestros dioses no existen, cierto es también que no existe vuestra religión, y si es cierto que vuestra religión no es tal, por no existir ciertamente vuestros dioses, cierto es asimismo que no somos nosotros reos de lesa religión. Antes al contrario, sobre vosotros rebotará tal imputación, pues adorando la mentira, y no contentos con descuidar la religión verdadera del Dios verdadero, llegáis aun a combatirla, cometiendo verdaderamente un crimen de verdadera irreligiosidad (24,1-2) (trad.G. Prado).

Tertuliano pide ahora la libertad de religión:

Mirad bien, en efecto, de que no sea ya un crimen de impiedad el quitar a los hombres la libertad de religión y prohibirles la elección de divinidad, o sea, de no permitirme honre al que yo quiera honrar, forzándome a honrar al que no quiero honrar. Nadie, ni siquiera un hombre, quisiera ser honrado por el que lo hace forzado. Por donde se otorga a los egipcios libertad de practicar su vana superstición, consistente en poner a pájaros y animales al par de los dioses, y en condenar a muerte al que hubiere matado alguno de estos dioses suyos. Cada provincia, cada ciudad tiene su dios peculiar... Y nosotros somos los únicos a quienes no es concedido tener religión propia. Ofendemos a los romanos y ni somos reputados como romanos, por cuanto no honramos a un dios que no es de romanos. Gracias a que es Dios de todos los hombres, de quien, de grado o por fuerza, todos somos. Mas entre vosotros está permitido adorar a todo menos al Dios verdadero, como si no fuese más bien el Dios de todos, del que somos todos (24,6-10) (trad. G. Prado).

Tertuliano refuta a continuación la creencia general de que los romanos rigen el mundo porque adoran sus ídolos; únicamente el Dios verdadero encomienda la dominación universal a quien le place. No es por testarudez que los cristianos se niegan a adorar las divinidades del Estado, sino porque se dan cuenta que ese homenaje va destinado a los demonios. Por lo tanto, no pueden sacrificar, ni siquiera por la salud del emperador, sobre todo teniendo en cuenta que esos supuestos dioses son incapaces de ayudarle. Su negativa no se les puede imputar como un crimen. Al contrario, ellos ruegan al verdadero Dios por el emperador. Tertuliano muestra entonces que toda autoridad viene de Dios:

Porque nosotros invocamos por la salud de los emperadores al Dios eterno, al Dios verdadero, al Dios vivo, al que los mismos emperadores prefieren tener propicio a todos los demás. Saben que El les ha dado el Imperio; saben, en cuanto hombres, quién les ha otorgado también la vida; sienten ser El el único Dios, bajo cuyo único poder están, viniendo en segundo lugar en pos de El y siendo los primeros, después de El, antes que todos y sobre todos los dioses. Y ¿por qué no, si están sobre todos los hombres que ciertamente viven y sobre los muertos? Recapacitan hasta dónde alcanzan las fuerzas de su mando y ven así cómo Dios existe, reconociendo que contra El nada pueden, que con El son poderosos. Finalmente, que el emperador declare al cielo la guerra, que arrastre triunfante al cielo cautivo, que ponga centinelas en el firmamento, que le imponga tributos. No lo puede: es grande por ser menor que el cielo. El mismo es de Aquel de quien es el cielo y toda criatura. De allí es el emperador, de donde es el hombre antes de ser emperador; de allí le viene el poder, de donde él respiró (30,1-3) (trad. G. Prado).

A fin de demostrar que los cristianos no son enemigos del Estado ni de la raza humana, y que es injusto catalogar sus asociaciones entre las ilegales, Tertuliano hace una descripción encantadora del culto cristiano:

Somos una corporación por la comunidad de religión, la unidad de disciplina y el vínculo de una esperanza. Nos juntamos en asambleas y congregaciones para alabar a Dios con nuestras oraciones, como una actividad constante y cerrada. Esta actividad es a Dios grata. Oramos también por los emperadores, por sus ministros y por las autoridades, por el estado presente del siglo, por la paz del mundo, por la dilación del fin. Nos reunimos para recordar las divinas letras, por si la índole de tiempos presentes nos obliga a buscar en ellas o premoniciones para el futuro o explicaciones del pasado. Es cierto que con esas santas palabras apacentamos nuestra fe, levantamos nuestra esperanza, fijamos nuestra confianza, estrechamos asimismo nuestra disciplina, inculcando los preceptos. En tales asambleas se tienen también las exhortaciones, los castigos, las reprensiones en nombre de Dios. Porque entre nosotros se juzga con gran peso, ciertos como estamos en la presencia de Dios, siendo un terrible precedente para el futuro juicio, si alguien de nosotros hubiere delinquido de tal modo que se aleje de la comunión en la oración, de las juntas y de todo santo comercio. Presiden bien probados ancianos, que han alcanzado tal honor no con dinero, sino por el testimonio de su santa vida, porque ninguna cosa de Dios cuesta dinero. Y aunque exista entre nosotros una caja común, no se forma como una "suma honoraria" puesta por los elegidos, como si la religión fuese sacada a subasta. Cada cual cotiza una módica cuota en día fijo del mes, cuando quiere, y si quiere, y si puede, porque a nadie se le obliga: espontáneamente contribuye. Estos son como los fondos de piedad. Porque de ellos no se saca para banquetes, ni libaciones, ni estériles comilonas, sino para alimentar y sepultar menesterosos, y niños y doncellas huérfanos, y a los criados ya viejos, como también a los náufragos, y si hay quienes estuvieren en minas, en islas, en prisiones únicamente por la causa de nuestro Dios, son también alimentados por la religión que profesan. Y esta práctica de la caridad es más que nada lo que a los ojos de muchos nos imprime un sello peculiar. "Ved - dicen - cómo se aman entre sí," ya que ellos mutuamente se odian. "Y cómo están dispuestos a morir unos por otros," cuando ellos están más bien preparados a matarse los unos a los otros (39,1-7) (trad. G. Prado).

En la sección final (46-50), Tertuliano rechaza la idea de que el cristianismo no sea más que una nueva filosofía. Es mucho más que una especulación sobre los orígenes del hombre. Es una revelación divina. Es una verdad manifestada por Dios. Por esta razón no la pueden destruir sus enemigos y perseguidores: "Pero de nada sirven cualesquiera de vuestras más refinadas crueldades; antes son un estímulo para nuestra secta. Nos hacemos más numerosos cada vez que nos cosecháis: semilla es la sangre de los cristianos" (50,13).

Por diversos pasajes de Eusebio en su Historia eclesiástica sabemos que el Apologeticum se tradujo al griego, sin duda poco después de su aparición. La versión, hecha probablemente en Palestina, desapareció no mucho después, pero es una prueba de la importancia de la obra de Tertuliano. A juicio de todos, el Apologeticum es su obra maestra y la corona de todas sus obras.

Transmisión del Texto del "Apologeticum".

Debido a su gran importancia, el Apologeticum es el escrito que cuenta con mayor número de manuscritos. Tiene una tradición textual propia, pues figura entre los escritos de Cipriano, Lactancio y Jerónimo, y, en cambio, al principio estuvo excluido de las cuatro colecciones mencionadas más arriba. Se añadió más tarde al Codex Montepessulanus, y desde entonces los amanuenses lo incorporaron a las obras de Tertuliano. Treinta y seis códices, por lo menos, conservan su texto y constituyen la llamada Vulgata recensio. Debemos mencionar aquí dos de ellos, el Codex Petropolitanus auct. lat. I Q v. 40, saec. IX, antiguamente Sangermanensis (S), y el Codex Parisinus 1623, saec. X (II), que ha usado Hoppe para su nueva edición en CSEL. Pero hay otra tradición textual que difiere mucho de la Vulgata recensio. Depende del Codex Fuldensis, que ha desaparecido por completo, y del que sabemos únicamente que contenía el Apologeticum y el Adversus Iudaeos. Lo vio en Fulda, en el otoño de 1584, Francisco Modius, quien lo confrontó con la edición de De la Barre y registró más de 900 variantes. Esta valiosa colección de lecciones vino a parar más tarde a manos de Francisco Junius, quien las añadió como apéndice a la segunda parte de su Tertuliano, que estaba entonces en prensa y apareció el año 1597 en Franeker. Tomándola de esta edición la reeditó Waltzins en Musée Belge 16 (1912) 188ss.

En la Stadtbibliothek de Bremen halló Hoppe un manuscrito c.48, que reproduce, en las páginas 131-146, el comienzo de la colación de Modius, las variantes a los capítulos 1-15. A. Souter descubrió en la Kantonsbibliothek de Zurich un Codex Rhenaugiensis saec. X que contenía, entre pasajes de otros autores latinos, un fragmento del Apologeticum, que comprende los capítulos 38, 39 y 40 hasta las palabras tantos ad unum. Se probó que era, si no una copia del Fuldensis, ciertamente un testigo de su tradición textual. Así, pues, sabemos que en el siglo X había ya dos grupos diferentes de manuscritos, uno representado por la Vulgata recensio, otro por el Fuldensis.

¿Cómo se explica esta diferencia? El primero en responder a esta pregunta fue Havercamp. En su edición del Apologeticum. (Leiden 1718) sostuvo que el Fuldensis sería la primera edición del Apologeticum, y la Vulgata recensio, la segunda, y que la diferencia habría que atribuirla, por consiguiente, al mismo autor, Tertuliano. Oehler, en 1854, y Schroers, en 1914, adoptaron esta teoría, que fue defendida nuevamente por Thörnell, en 1926, y por Hoppe, en 1939. Este último reproduce en CSEL la Vulgata recensio y añade al pie las variantes del Fuldensis. Esta solución, sin embargo, es muy precaria. En primer lugar, si Tertuliano publicó una revisión de su obra, es extraño que no hable nunca de ella, como habla, en cambio, de la del Adversus Marcionem; en segundo lugar, es más sorprendente todavía que, en la antigüedad cristiana, nadie haga jamás mención de la existencia de dos versiones distintas.

Ante estas razones se buscó otra respuesta a esta difícil cuestión. C. Callewaert, en 1902, adelantó la hipótesis de que el Fuldensis conservaría el texto auténtico, pero que un desconocido amanuense de la época carolingia habría normalizado y simplificado el latín. En muchos casos no habría entendido bien a Tertuliano y habría cambiado el sentido. Esta corrupción dio origen a la Vulgala recensio y llegó a ser tan popular que suplantó al texto correcto representado por el Fuldensis. Según esta hipótesis, una edición crítica del Apologeticum debería basarse en este último y habría que desconfiar de las variantes de aquél. J. P. Waltzing, en 1919, se hizo eco de esta opinión, aunque más tarde, en su edición de 1929, utiliza el Fuldensis con muchas precauciones. Para G. Rauschen, las dos tradiciones han sido sometidas a la normalización, pero el Codex Fuldensis ofrece un texto relativamente más puro. Por eso. su edición en FP (Bonn 1912) es más bien ecléctica, y la edición de Martin (1930), que reemplazó a la de Rauschen, sigue el mismo método.

E. Löfstedt sostuvo en 1915 la superioridad del Fuldensis, y tres años más tarde la volvió a defender. Pudo demostrar que en la Vulgata recensio había interpolaciones, pero tuvo que admitir asimismo que el texto del Fuldensis ha sufrido también alteraciones, sobre todo en la última parte del Apologeticum.

3. El testimonio del alma (De testimonio animae).

Era un lugar común entre los filósofos helenísticos, como Posidonio, Filón, Crísipo, Séneca y otros, deducir el conocimiento de Dios del examen del macrocosmos y del microcosmos, es decir, del grande universo y del pequeño mundo del alma humana. Tertuliano sigue este ejemplo. En el capítulo 17 del Apologeticum escribe:

¿Queréis que probemos la existencia de Dios por sus obras, tantas y tales que nos conservan, nos sostienen, nos alegran, y aun por las que nos aterran? Por el testimonio mismo del alma, la que, si bien presa en la cárcel del cuerpo, o pervertida por una depravada educación, o debilitada por las pasiones y concupiscencias, o esclavizada a falsos dioses, cuando recapacita, cual si saliese de la embriaguez, o del sueño, o de alguna enfermedad y recobra la salud, invoca entonces a Dios con ese único nombre, porque el verdadero Dios es único. "¡Dios grande, Dios bueno!" y "Lo que Dios quiere." He ahí la voz universal. Reconócele también por juez al decir: "Dios lo ve" y "A Dios me encomiendo" y "Dios me lo pagará." ¡Oh noble testimonio del alma naturalmente cristiana! (17,4-6). (Trad. G. Prado.)

Tertuliano desarrolló este argumento del Apologeticum, el testimonium animae naturaliter christianae, en un tratado especial, llamado El testimonio del alma (De testimonio animae), escrito en el mismo año que el Apologeticum, el 197. El carácter apologético de este tratado, que comprende solamente seis capítulos, es evidente: el autor utiliza el testimonio del alma que no ha sido aún pervertida por la "educación," para demostrar la existencia y los atributos de Dios, la vida de ultratumba, el premio o el castigo después de la muerte. No hay necesidad de reflexión ni de instrucción filosófica. Todas estas verdades están presentes al alma. La naturaleza es la maestra del alma; ella le enseña que es imagen de Dios:

Quiero invocar un nuevo testimonio, un testimonio más conocido que todas las literaturas, más profundo que todas las ciencias, más extendido que todos los libros, superior al hombre entero, es decir, a todo lo que es humano. Comparece, pues, ¡oh alma humana! Si eres una sustancia divina y eterna, como muchos filósofos creen, eres incapaz de mentir. Si no eres divina, por ser mortal, como piensa únicamente Epicuro, entonces no deberías mentir. Ora desciendas del cielo o te haya concebido la tierra; ora estés formada de números o de átomos; sea que nazcas con el cuerpo o le seas agregada después; en fin, vengas de donde vinieres y sea como sea el modo como vienes, tú haces del hombre un animal racional, capaz de juicio y de entendimiento en el grado más alto. Pero yo no me dirijo a ti, alma, que formada en las escuelas, ejercitada en las bibliotecas y alimentada en las academias y pórticos de Grecia, vomitas sabiduría. Más bien yo te invito a comparecer a ti, que eres simple, ruda, bárbara e ignorante; a ti, tal como te poseen los que no te tienen más que a ti; a ti, que llegas directamente de la calle, de la plaza y del taller. Yo necesito tu ignorancia, ya que nadie puede creerte, desde el momento en que sepas la menor cosa. No te pido sino lo que traes al hombre contigo, lo que has aprendido por ti mismo o de tu autor, sea lo que fuere (1).

A la inversa de los apologistas griegos, Tertuliano recalca la inutilidad de la filosofía. La naturaleza, simple y pura, da en favor de la verdad un testimonio que es superior a toda erudición. Su expresión anima naturaliter christiana no se refiere a ningún conocimiento de Dios a priori, pues dice explícitamente: "Tú (el alma) no eres cristiana, lo sé bien; porque el hombre se hace cristiano, no nace tal" (c.1). La famosa frase significa más bien la conciencia espontánea que el alma tiene del Creador y que nace de la contemplación y de la experiencia, y que se manifiesta en las exclamaciones comunes del pueblo. El sentido común, por consiguiente, nos habla de la existencia de un Ser supremo. Los críticos difieren en la manera de juzgar este tratado. A algunos les parece flojo; otros, en cambio, lo consideran de gran valor; para algunos es la obra más profunda de Tertuliano y la más atrayente. Las pruebas de la existencia de Dios pueden tener sus deficiencias, pero la demostración psicológica llega a convencer aun al lector moderno.

4. A Scápula (Ad Scapulam).

"Es un derecho de la persona, un privilegio de la naturaleza que cada cual pueda adorar según sus propias convicciones: la religión de uno ni daña ni ayuda a otro... Ciertamente no es propio de la religión el obligar a la religión" (2). Este manifiesto de la libertad de culto se halla en la carta abierta que Tertuliano dirigió a Scápula, procónsul (211-213) de África. Este había empezado a perseguir a los cristianos, hasta el extremo de condenarlos a las fieras y quemarlos vivos. Parece que Tertuliano la escribió el año 212, pues se refiere al eclipse total del 14 de agosto de 212 como a una señal de la cólera divina. La carta está dividida en cinco capítulos. Este valiente alegato empieza recalcando en la introducción (c.1) que no son el interés propio ni el miedo a las persecuciones los que mueven al autor a escribir, sino el amor de un cristiano hacia sus enemigos y su solicitud por ellos. Es insensato y va contra el derecho fundamental de la libertad de conciencia el obligar a los cristianos a sacrificar. No son enemigos de nadie, mucho menos del emperador romano, porque saben que obtuvo el poder del mismo Dios. No pueden, pues, menos de amarle y honrarle. Deben desear su bienestar, así como el bienestar del Imperio sobre el que reina, mientras perdure el mundo, porque el Imperio romano durará otro tanto.

Rendimos, por consiguiente, a la persona del César el homenaje de reverencia que nos es permitido y le conviene a él, considerándole como el ser humano que viene después de Dios, que recibe de Dios todo su poder y no tiene por superior a nadie más que a Dios... Nosotros, pues, sacrificamos por el bienestar del emperador, pero a nuestro Dios, que es también el suyo, y según el modo determinado por El, por la simple oración. En efecto, el Creador del universo no tiene necesidad de que se le ofrezcan perfumes y sangre. Estos son los alimentos de los demonios (c.2).

Causa, sin embargo, profunda pena a los cristianos el saber que ningún Estado quedará sin castigo por el crimen de derramar sangre cristiana. Hay ya algunas señales de la inminente cólera de Dios. Tertuliano anticipa aquí un tema que Lactancio desarrollará más tarde en su De morte persecutorum. Llama la atención sobre la muerte de algunos gobernadores de provincias, cuyas últimas horas estuvieron atormentadas por el cruel recuerdo de haber perseguido a los discípulos de Cristo (c.3). El capítulo cuarto se abre con este impresionante aviso: ?Nosotros, que no conocemos el miedo, no tratamos de espantarte, pero quisiéramos salvar a todos los hombres, conjurándoles a no luchar contra Dios? (μη θεομσχείν, citado en griego de los Hechos de los Apóstoles, 5,39). Los procónsules pueden cumplir siempre con los deberes de su cargo, sin olvidar los sentimientos de humanidad. Scápula obraría contra sus propias instrucciones arrancando una negación de quienes confiesan ser cristianos. En el último capítulo le exhorta a que se apiade de sí mismo, ya que no de los cristianos; que salve al menos a Cartago, si no quiere salvarse a sí mismo. La crueldad no conducirá a nada; servirá solamente para hacer crecer el número de los fieles:

No tenemos otro señor más que Dios. Está delante de ti y no puede esconderse de ti, pero a El no le puedes hacer ningún daño. Mas aquellos a quienes tú consideras como soberanos son hombres, destinados a morir un día. Pero esta secta no perecerá. Tú sabes que, precisamente cuando parece que es aniquilada, crece con más fuerza. Ante tan gran constancia, todos se sienten sobrecogidos por una inquietud. Desean ardientemente indagar la causa; tan pronto como conocen la verdad, ellos mismos la abrazan inmediatamente (5).

5. Contra los judíos (Adversus Iudaeos)

La ocasión que dio origen a esta obra fue una disputa habida entre un cristiano y un prosélito judío. Duró todo un día hasta la puesta del sol. El resultado fue que ?la verdad quedó oscurecida como por una especie de nube.? ?Juzgué, pues, conveniente examinar con más detención lo que, a causa de la confusión a que dio lugar la discusión, no pudo esclarecerse suficientemente y resolver por escrito para la lectura las cuestiones que se plantearon? (1). Los primeros ocho capítulos se proponen demostrar que, por haberse separado Israel del Señor y haber rechazado su gracia, el Antiguo Testamento ha perdido toda su fuerza y debe ser interpretado espiritualmente. Por esto fueron llamados los gentiles (c.1). La Ley existió antes que Moisés - la ley que Dios dio a todas las naciones -. La ley primitiva fue promulgada para Adán y Eva en el paraíso; aquélla fue el seno materno de todos los preceptos divinos positivos. El código de los judíos, escrito en tablas de piedra, vino muchísimo más tarde que la ley no escrita, la ley natural. Por tanto, la ley mosaica no es necesaria para la salvación; la circuncisión (c.3), la observancia del sábado (c.4), los antiguos sacrificios (c.5), han sido abolidos. La ley del talión ha cedido el paso a la ley del amor. El autor de esta nueva alianza, el sacerdote del nuevo sacrificio, el guardián del sábado eterno ha venido ya (c.6), Cristo, anunciado por los profetas como el eterno rey del reino universal (c.7). El tiempo de su nacimiento, de su pasión y de la destrucción de Jerusalén fue profetizado por Daniel (c.8). La fuente principal de esta parte es el Diálogo contra Τrifón de Justino.

Los capítulos 9-14 continúan probando que los oráculos mesiánicos tuvieron su cumplimiento en la persona de nuestro Salvador. Pero esta parte no pertenece al tratado; es simplemente un extracto del libro III de la obra del mismo Tertuliano Adversas Marcionem, y es un desmañado intento de completar la obra. G. Quispel ha identificado al compilador de esta parte con el frater mencionado en Adv. Marcionem 1,1, que más tarde apostató; Tertuliano le había encomendado la segunda redacción de Adv. Marcionem, pero no pudo recobrarla ya más.

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