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4. Obras sobre disciplina, moral y ascesis
La desviación de Tertuliano hacia el montañismo en ninguna parte se revela tanto como en sus escritos de carácter práctico. De su período premontanista quedan los siguientes tratados:
1. Alos mártires (Ad martyras).
El tratado Ad martyras es una de sus primeras obras. A pesar de su brevedad (tiene solamente seis capítulos) y de su estilo llano, ha conquistado la admiración de todas las generaciones posteriores. En todas sus páginas se respira directamente el espíritu de heroísmo de los primeros cristianos. Iba dirigido a un grupo de confesores que esperaban en la cárcel a ser pronto entregados a la muerte por su fe; les exhorta y anima a seguir firmes. En las primeras palabras del tratado los llama benedicti y martyres designati. Se trata, pues, de catecúmenos, como lo indica claramente la primera de estas expresiones. Les recuerda la asistencia que les prodigan la Domina mater ecclesia y sus hermanos cristianos. Les pide que se dignen aceptar de él una pequeña contribución a su sostenimiento espiritual. No desea solamente quitarles el miedo al martirio, sino comunicarles un entusiasmo positivo, ensalzándolo como la más alta y la más gloriosa de las hazañas. Morir por Cristo no es sinónimo de aceptación indiferente del sufrimiento y de paciencia estoica. Es la prueba más ardua de valor e intrepidez. Es un combate en el sentido más pleno de la palabra. Tertuliano elige sus imágenes más expresivas de los combates de la arena y de distintas fases de la vida militar. Así dice en el primer capítulo: "No pretendo tener ningún título especial para exhortaros a vosotros. Sin embargo, no son únicamente los entrenadores y los presidentes de los espectáculos, sino también la gente inexperta y el público en general, los que animan de lejos a los más diestros gladiadores, y no es raro que las sugerencias de la multitud les hagan mucho bien." En el segundo capítulo les exhorta a no descorazonarse por estar separados del mundo:
Si pensásemos que el mundo mismo no es sino una (gran) cárcel, sentiríamos que, al entrar vosotros en esa otra, dejabais la verdadera. Mucho mayores son las tinieblas del mundo, como que ciegan los corazones humanos. Más pesadas cadenas abundan en el mundo con las que aprisiona las almas mismas de las personas. Más repugnante es la fetidez que exhala el mundo con el hedor de sus concupiscencias. El número de los reos encarcelados del mundo abarca todo el género humano. Y en su tribunal, quien ha de fallar no es el procónsul, sino Dios. Con lo que bienaventurados de vosotros, haceos cargo que habéis sido trasladados de la prisión al custodiarlo. Esa prisión da horror de lobreguez, pero vosotros sois luz. Crujen las cadenas, pero poseéis la libertad para ir a Dios (trad. Zameza).
El capitulo tercero vuelve a repetir la imagen del combate al cual están llamados los mártires. Les exhorta a considerar la cárcel como un lugar de entrenamiento:
Habéis de librar una hermosa lid en la que el arbitro para los premios será el Dios vivo; el entrenador y asistente en la lucha, el Espíritu Santo; la recompensa, la corona eterna de esencia angélica, la ciudadanía de los cielos y la gloria en los siglos de los siglos. Vuestro Maestro es Cristo Jesús, que os ungió en el Espíritu y os ha conducido al medio de la arena. Quiere El antes del día del combate, para entrenaros en ejercicios fuertes y duros, separaros de vida de mayor comodidad y libertad, a fin de que, entrenados, adquiráis reciedumbre de atletas. Sabido es que a éstos se los separa para someterlos a una disciplina rígida, dedicándolos tan sólo a duros ejercicios que les críen fuerzas y vigor; se abstienen de placeres sensuales, de alimentos sabrosos y de bebidas enervantes. Se les violenta, se les baquetea, se les fatiga hasta rendirles. Ley es que a mayor ejercicio previo responde mayor esperanza de victoria (3, trad. Zameza).
Los capítulos siguientes (4-6) traen ejemplos de extraordinarios sufrimientos, que van hasta el sacrificio de la vida, aceptados por pura ambición o vanidad, impuestos por el azar o por el destino. Los mártires, por el contrario, sufren por la causa de Dios. Si la última frase se refiere a la batalla de Lión, que se libró en febrero del año 197. donde Albino fue derrotado, el tratado data de aquel año. Se ha dicho también que acaso Perpetua y Felicidad pertenecían al grupo al que va destinado este tratado. Las dos eran catecúmenas y murieron por la fe el año 202. En este caso habría que datar el tratado en ese año. La Passio Perpetuae et Felicitatis (cf. p.176-8) y el Ad martyras tienen tantos puntos de contacto, que se ha dicho que Tertuliano es también el autor de la primera.
2. Los espectáculos (De spectaculis).
El tratado De spectaculis es una condenación absoluta de todos los juegos públicos en el circo, en el estadio y anfiteatro, de los combates de atletas y gladiadores. Comprende dos secciones: la histórica (4-13) y la moral (14-30). En la primera demuestra que a ningún cristiano le es lícito asistir a esta clase de diversiones; su origen, su historia, sus nombres, sus ceremonias y el lugar donde se celebran prueban a las claras que no son sino una forma distinta de idolatría. Todos los creyentes renunciaron a ellas en sus promesas bautismales. En la segunda parte pone de relieve que, porque excitan violentamente las pasiones, socavan la base de la moralidad y son incompatibles con la religión del Salvador. El último capitulo pinta con gran colorido el espectáculo más majestuoso que presenciará jamás el mundo: "La próxima venida de Nuestro Señor" y "aquel último juicio, con sus consecuencias eternas; ese día que las naciones descuidan y convierten en objeto de burla, cuando el mundo, envejecido por el tiempo, y todos sus productos serán consumidos en un mismo fuego" (30). El tratado está destinado a los catecúmenos, como se echa de ver claramente por la frase inicial: "Servidores de Dios, que estáis a punto de acercaros a El, para hacerle una solemne consagración de vosotros mismos, tratad de comprender bien la condición de la fe, las razones de la verdad, las leyes de la disciplina cristiana, que prohíben, entre otros pecados del mundo, los placeres de los espectáculos públicos." Tertuliano se sirvió, como de fuente, para la primera parte del tratado sobre el origen e historia de los juegos, de las obras de Suetonio sobre esta materia y quizás de los Libri rerum divinarum de Barrón, que utilizó Suetonio. Lo escribió en su período premontanista y sin duda alguna antes que el De idololatria y De cultu feminarum, porque en ambos se refiere a él (De idol. 13; De cultu fem. 1,8). Fuera de una indicación de que estalla en curso una persecución cuando lo estaba escribiendo (c.27), no suministra ningún dato que permita precisar su fecha de composición. Parece, sin embargo, más probable el año 197 que el 202. En otra parte (De corona 6), el autor dice que había preparado también una edición griega del De spectaculis.
3. Sobre el vestido de las mujeres (De cultu feminarum).
La idea maestra que inspiró la pluma de Tertuliano al escribir el Ad martyras y el De spectaculis, aparece nuevamente en el De cultu feminarum: No basta renunciar al paganismo el día del bautismo; la religión de Cristo debe impregnar nuestra vida cotidiana. Por esto, exhorta a las mujeres cristianas a no dejarse dominar por la moda pagana, sino que se vistan con modestia. La obra comprende dos libros, que al principio formaban dos obras distintas. La primera ostentaba el título De habitu muliebri, y la segunda, De cultu feminarum. Esta no es una continuación de la primera. Vuelve a abordar el mismo tema de una manera más completa, señal de que el autor no quedó satisfecho con la primera. En el capítulo introductorio recuerda a las mujeres cristianas que el pecado entró en el mundo por la primera mujer. Por esta razón, el único vestido que conviene a las hijas de Eva es el de la penitencia. Adornos y cosméticos vienen del diablo, como prueba el Libro de Enoc (c.2). El autor dedica un capítulo entero (c.3) a defender la autenticidad de esta obra apócrifa. En el capítulo cuarto vuelve a su tema. Distingue entre el vestido (cultus) y el maquillaje (ornatus). El primero es ambición; el segundo, prostitución (c.4). Hablando del primero, condena todas las alhajas, sean de oro, plata, perlas o piedras preciosas. Es únicamente la rareza la que da a estos objetos el valor que se les atribuye. La costumbre de teñir los vestidos es una ofensa a la naturaleza. "Dios no se complace en lo que El no ha hecho, a no ser que tengamos que decir que no pudo crear ovejas que nacieran con lana de color de púrpura o azul celeste. Mas, si era capaz de hacerlo, es manifiesto que no lo quiso, y lo que Dios no ha querido, es evidente que no debe hacerse. Aquellas cosas, pues, que no vienen de Dios, que es el autor de la naturaleza, no son buenas. Por consiguiente, hay que entender que vienen del diablo, porque no pueden provenir de nadie más" (c.8). Los dones de Dios deben regular nuestros deseos, pues de otra suerte somos esclavos del orgullo, que es la causa de que "un cuello delicado arrastre bosques e islas y de que los finos lóbulos de las orejas derrochen una fortuna" (c.9). Aquí el autor se detiene bruscamente sin haber tratado el segundo punto que se había propuesto. El libro segundo trata del mismo tema, pero en orden inverso: habla primero de los maquillajes (ornatus) y luego de las alhajas y de los vestidos (cultus). El primer capítulo recomienda la modestia como la virtud propia del cristiano: "Puesto que somos el templo de Dios, la modestia es la sacristana y la sacerdotisa de este templo. No debe permitir que entre nada impuro o profano, no sea que el Dios que lo habita se ofenda y abandone completamente la morada profanada." Esta virtud prohíbe a las mujeres transformar la obra de Dios, es decir, el cuerpo, con pinturas y tintes del cabello: "Las que ungen su piel con pomadas, colorean sus mejillas de rojo y untan de negro sus ojos, pecan contra Dios. Seguramente a ellas les parece imperfecta la obra de Dios, puesto que, a juzgar por sus propias personas, ellas condenan y censuran al Artífice de todas las cosas" (c.5). Explica de la misma manera que en el primer libro el deseo de alhajas y adornos de oro y plata. Trata de persuadir a la mujer cristiana que se distinga de las paganas por su porte exterior. E) último capítulo se refiere a los tiempos que estaban atravesando y exhorta a las mujeres a estar preparadas para la persecución:
Hay que despreciar, pues, esas muelles delicadezas que enervan la fuerza viril de la fe. Mucho dudo que las manos acostumbradas a ricos brazaletes puedan resistir al peso de las cadenas: que los pies que han conocido el placer puedan soportar pacientemente los grillos de hierro, y que ese cuello rodeado de esmeraldas y diamantes deje libre paso al filo de la espada... Siempre, pero sobre todo hoy los cristianos pasan su vida entre hierros y no en oro. Ya se preparan los vestidos de los mártires. Se espera la llegada de los ángeles que deben traérnoslos desde lo alto de los cielos (13).
A pesar de las exageraciones que hay en estas dos obras, la segunda es de tono mucho más moderado y más comprensiva en sus juicios, diferencia que hace sospechar que fue compuesta en fecha bastante posterior. Tertuliano escribió la primera después de su tratado De spectaculis, como se deduce claramente del capítulo 8. Los dos libros son también posteriores al de De oratione, en cuyo capítulo 20 se contiene en germen todo lo expuesto en estos libros. Se advierte la ausencia de ideas montañistas.
4. Sobre la oración (De oratione).
El tratado De oratione, escrito hacia el 198-200, va dirigido a los catecúmenos. Empieza con la idea de que el Nuevo Testamento ha introducido una forma de oración que por su tenor y espíritu no tiene precedente en el Antiguo y es superior por su intimidad, por su fe y confianza en Dios y por su brevedad. Todas estas características aparecen en el Padrenuestro, que es un epítome de todo el Evangelio. Luego sigue (c.2-9) el primer comentario al Pater noster que exista en ninguna lengua. El autor añade una serie de consejos prácticos. Nadie debe acercarse a Dios sin haberse antes reconciliado con su hermano y haber depuesto toda ira y perturbación de espíritu (c.10-12). Esto exige, sobre todo, pureza de corazón, no la purificación de las manos, al menos no cada vez (c.13-14). Reprueba luego la costumbre de quitarse el manto durante los oficios y de sentarse al terminarse las oraciones (c. 15-16), pues es una compostura que considera irreverente en la presencia del Dios vivo. Recomienda orar con las manos levantadas y en voz baja (c.17), actitud que simboliza la modestia y la humildad. Nadie debe dispensarse del ósculo de paz después de las oraciones, ni siquiera el día de ayuno. El ósculo de paz es el sello de la oración. Esta regla sólo conoce una excepción: el Viernes Santo, cuando todos se abstienen de comer según una costumbre religiosa (c.18). En cuanto a los días de estación (c.19), los que se abstienen de comer no deben llegar al extremo de privarse de la santa comunión; deben llevarla a casa y tomarla luego que rompan el ayuno (c.19). Tertuliano trata extensamente de la obligación que tienen las doncellas vírgenes de cubrirse la cabeza en la iglesia e insiste fuertemente en este sentido (c.20-22). Es costumbre arrodillarse en días de ayuno y de estación y también para la oración de la mañana, pero esta costumbre no debe observarse en Pascua y Pentecostés (c.23). Todo lugar es apto para rendir homenaje al Creador, si la oportunidad y la necesidad lo exigen (c.24). No hay ninguna hora especial prescrita para orar, pero es bueno hacerlo en los momentos principales de la jornada, en la hora sexta y nona. "Cuadra bien al creyente no tomar alimento ni baño antes de haber orado; porque los refrescos y alimentos del espíritu deben preferirse a los de la carne, y las cosas del cielo a las de la tierra" (c.25). Nunca deberíamos recibir o despedir a un huésped sin elevar al cielo nuestros pensamientos juntamente con él. Seria bueno también, según loable costumbre, acabar todas las oraciones de petición con un aleluya o un responsorio (c.26-27). Los dos últimos capítulos (c.28-29) ensalzan la oración como sacrificio espiritual y alaban su poder y eficacia.
Si comparamos esta obra con la que escribió Orígenes sobre el mismo tema, observaremos en Tertuliano una ausencia total de preocupaciones filosóficas y, por el contrario, una orientación predominantemente práctica. Se preocupa ante todo de la compostura interior y exterior que hay que guardar en la oración y se dirige al pueblo cristiano en general, más que a un grupo selecto Su tratado es precioso, pero no por la profundidad de sus ideas, sino porque expresa con viveza la concepción auténticamente cristiana de la vida.
5. Sobre la paciencia (De patientia).
El tratado De patientia empieza con la siguiente confesión:
Confieso a Dios, mi Señor, que harto temeraria, si ya no es que también desvergonzadamente, me atrevo yo a escribir de la virtud de la paciencia, siendo totalmente inhábil para persuadir la mayor de las virtudes sin tener ninguna... Con todo eso, será cierto linaje de consuelo tratar de lo que no se goza, como los enfermos, que, faltos de salud, no saben callar, no hablan de otra cosa sino de las comodidades de ella; así yo, miserable pecador, como siempre estoy ardiendo en la fiebre de la impaciencia, es fuerza que hable, que discurra y suspire por la salud de la paciencia que me falta (c.1; trad. P. Manero).
La paciencia tiene su origen y su modelo en el Creador, que derrama el brillo de su luz por igual sobre los justos y los injustos. Cristo nos da un ejemplo aún mayor en su encarnación, en su vida, en sus sufrimientos y muerte. Nosotros podremos alcanzar esa perfección, sobre todo, por la obediencia a Dios. La impaciencia es la madre de todos los pecados, y el demonio es el padre. La virtud de la paciencia precede y sigue a la fe, que no puede existir sin ella. En la vida ordinaria hay muchas ocasiones de ejercitarla; por ejemplo, en la pérdida de los bienes, en las provocaciones e insultos, en las desgracias y caídas. La impaciencia proviene las más de las veces del deseo de venganza. Tenemos obligación de sufrir las adversidades, sean grandes o pequeñas; en premio se nos dará la felicidad. Tertuliano exalta luego las ventajas de la paciencia: nos lleva a toda clase de obras buenas; ayuda a arrepentirse y enciende la caridad. Fortalece el cuerpo y le capacita para sobrellevar con absoluta firmeza la continencia y el martirio. Tenemos de ella ejemplos heroicos en el Antiguo y Nuevo Testamento, como son Isaías y Esteban. El valor, los efectos y la belleza de esta virtud no admiten comparación. "Allí donde está Dios, se encuentra también la hija que El alimenta, la paciencia. Cuando desciende el Espíritu del Señor, la paciencia le acompaña sin separarse de El" (c.15). En el último capítulo se le hace observar al lector que la paciencia cristiana difiere radicalmente de su caricatura pagana, que es la perseverancia obstinada en el mal.
Este tratado hay que datarlo entre los años 200-203. Describe al cristiano ideal, y, por estar escrito en un estilo agradable y tranquilo, constituye un documento importante para conocer la personalidad del autor. San Cipriano recurrió mucho a sus páginas para escribir De bono patientiae.
6. Sobre la penitencia (De paenitentia).
El tratado De paenitentia tiene una importancia excepcional para la historia de la penitencia eclesiástica, principalmente porque el autor lo escribió siendo todavía católico. La erupción volcánica que se menciona en el capítulo 12 permite datarlo en el año 203, fecha en que se señala una erupción del Vesubio. El tratado se divide claramente en dos partes. La primera trata de la penitencia a la que debe someterse todo adulto que quiera presentarse al bautismo (c.4-6). La segunda versa sobre la "segunda" penitencia, que Dios, en su misericordia, "ha colocado en el vestíbulo para abrir la puerta a los que llamen, pero solamente una vez, porque ésta es ya la segunda" (c.7). Este pasaje certifica claramente la existencia de un perdón después del sacramento de la iniciación. Si Tertuliano insiste en que esta oportunidad se concede sólo una vez, no lo hace por motivos dogmáticos, sino por motivos de orden psicológico y práctico. Esto se ve claramente en el siguiente párrafo:
¡Oh Jesucristo, Señor mío!, concede a tus servidores la gracia de conocer y aprender de mi boca la disciplina de la penitencia, pero en tanto en cuanto les conviene y no para pecar; con otras palabras, que después (del bautismo) no tengan que conocer la penitencia ni pedirla. Me repugna mencionar aquí la segunda, o por mejor decir, en este caso la última penitencia. Temo que, al hablar de un remedio de penitencia que se tiene en reserva, parezca sugerir que existe todavía un tiempo en que se puede pecar. No quiera Dios que nadie interprete mal mi pensamiento, haciéndonos decir que con esta puerta abierta a la penitencia existe, por consiguiente, ahora una puerta abierta al pecado, como si la sobreabundancia de la misericordia del cielo implique un derecho para la temeridad humana. Que nadie sea menos bueno porque Dios lo es tanto, arrepintiéndose de su pecado tantas veces cuantas alcanza el perdón. De otro modo, dejará un día de escapar el que no ponga fin a sus pecados. Hemos escapado una vez (en el bautismo). No nos pongamos más en peligro, aunque nos parezca que aún escaparemos otra vez (c.7).
De este pasaje se sigue que Tertuliano, sintiéndose responsable de las almas de sus lectores, siente reparo en recomendar esta segunda penitencia, porque teme que en adelante puedan pecar por presunción. Por otra parte, les precave contra el otro extremo, la desesperación:
Si ocurre que debes hacer penitencia por segunda vez, no te dejes abatir ni aplastar por la desesperación. Avergüénzate de haber pecado por segunda vez, pero no te avergüences de arrepentirte; sonrójate de haber caído de nuevo, pero no de levantarte nuevamente. Que nadie se deje llevar de la vergüenza. A nuevas enfermedades hay que aplicar nuevos remedios (c.7).
La segunda penitencia de la que habla Tertuliano en este tratado es la que iba seguida de la reconciliación eclesiástica. Para alcanzarla es necesario que el pecador se someta a la έξομολόγησις, ο confesión pública, y cumpla los actos de mortificación, tal como se explica en los capítulos 9-12:
Cuanto más estricta sea la necesidad de esta segunda penitencia, tanto más laboriosa debe ser la prueba; no basta que exista la conciencia de haber obrado mal; e? preciso un acto que la manifieste al exterior. Este acto, para emplear una palabra griega que se usa comúnmente, es la έξομολόγησις, en virtud de la cual confesamos a Dios nuestro pecado, no porque El lo ignore, sino porque la confesión dispone a la satisfacción y realiza la penitencia, y ésta, a su vez, apiada la cólera de Dios. La exomologesis es, pues, un ejercicio que enseña al hombre a humillarse y a rebajarse, imponiéndole un régimen capaz de atraer sobre él la compasión. Regula su compostura exterior y su alimentación; quiere que se acueste sobre saco y ceniza, que se cubra el cuerpo con harapos, que se entregue a la tristeza, que se vaya corrigiendo las faltas por medio de un tratamiento severo. Por otra parte, el penitente debe contentarse, en cuanto a la comida y a la bebida, con cosas simples, que son estrictamente necesarias para sostener la vida, no para halagar el vientre; nutre la oración con el ayuno; gime, llora y se lamenta de día y de noche al Señor, su Dios; se prosterna a los pies de los sacerdotes y se arrodilla ante los amigos de Dios; solicita las oraciones de sus hermanos, para que sirvan de intercesores ante Dios (9).
Lo que dice de postrarse delante de los sacerdotes indica que esta penitencia era una institución eclesiástica. Terminaba con una absolución oficial, porque Tertuliano pregunta a los que "rehuyen este deber como una revelación pública de sus personas, o que lo difieren de un día para otro": "¿Es acaso mejor ser condenado en secreto que perdonado en público?" El último capítulo (12) describe la condenación eterna en el infierno de quienes abandonaron su propia salvación por no querer usar esta segunda planca salutis. De todas estas consideraciones se deduce claramente que Tertuliano admite en este tratado el perdón de los pecados graves.
7. A su mujer (Ad uxorem).
Tertuliano escribió, por lo menos, tres tratados sobre el matrimonio y las segundas nupcias, uno siendo católico, otro cuando era semimontanista y el tercero después de su separación definitiva de la Iglesia. El mejor es, sin comparación, el primero. Se titula Ad uxorem y fue compuesto entre los años 200-206. Se compone de dos libros. El autor da a su esposa consejos para cuando él haya partido de este mundo. Se los deja en forma de testamento espiritual. En el primer libro le exhorta a permanecer viuda, porque hay razones de peso para disuadirla de tomar otro marido, y ninguna excusa buena a favor de un segundo matrimonio. La carne, el mundo y los deseos de tener posteridad no deberían inducir a un cristiano a contraer segundas nupcias, porque el siervo de Dios está por encima de esas influencias. El espíritu es más fuerte que la carne. Los cuidados terrenos deben ceder ante los negocios del cielo, y los hijos no son sino una carga para los tiempos difíciles que se avecinan, y en muchos casos constituyen un peligro para la fe. Que los fieles aprendan de los paganos. Tienen ellos un sacerdocio de viudas y célibes y a su pontífice máximo no le está permitido casarse por segunda vez. Si Dios permite que una mujer pierda a su consorte por la muerte, ella no debería intentar, tomando otro hombre, restablecer lo que Dios ha disuelto. Tales uniones son obstáculo para la santidad, como lo indica la ley de la Iglesia, que niega ciertos honores a los que se atreven a contraerlas. Naturalmente, ninguno de estos argumentos es realmente convincente; por eso, Tertuliano trata, en el segundo libro, de la posibilidad de que su esposa no quiera quedarse sola después de su muerte. En este caso, le insta a que escoja a un cristiano, pues los matrimonios mixtos entre fieles e infieles han sido condenados por el Apóstol (1 Cor. 7,12-14). Son un peligro para la fe y la moral, aun en el caso de que la parte infiel sea tolerante:
Tus "perlas" son las prácticas religiosas que te distinguen en tu vida cotidiana. Cuanto más trates de imitarlas, tanto más sospechosas se hacen y atraen la curiosidad de los paganos. ¿Crees que eres capaz de no llamar la atención cuando hagas la señal de la cruz sobre tu cama o sobre tu cuerpo? ¿Cuándo soples para lanzar algún espíritu inmundo? ¿O cuando te levantes por la noche para rezar? ¿No pensará él que practicas algún rito mágico? ¿No querrá saber tu marido qué es lo que tomas en secreto antes de comer ningún otro alimento? Y si él descubre que se trata de pan, ¿no creerá lo que se dice? Y aun cuando no haya oído lo que se rumorea, ¿será tan simple que acepte la explicación que le das, sin protestar, sin extrañarse de que sea realmente pan y no algún sortilegio mágico? Suponte que haya mandos que te creen todo eso: lo hacen sólo para despreciar y burlarse y mofarse de las mujeres que creen (2,5).
Existe todavía otro peligro mayor para la mujer cristiana, y es el de tener que tomar parte en los ritos paganos con ocasión de los días de los demonios y de las fiestas de los gobernantes. Las mujeres convertidas después de casadas tienen una excusa. Pero es muy distinto cuando una cristiana se casa con un pagano y pone de este modo en peligro su propia religión: "Ningún matrimonio de este género puede tener éxito: es obra del maligno y ha sido condenado por el Señor" (2,7). La explicación de estas uniones mixtas es la debilidad de la fe y el deseo de las riquezas y placeres de este mundo. El autor opone a estos placeres la felicidad de dos esposos cristianos:
¿Dónde encontraremos palabras para expresar la felicidad de un matrimonio que la Iglesia une, la oblación divina confirma, la bendición consagra, los ángeles lo registran y el Padre lo ratifica? Porque en la tierra los hijos no deben casarse sin el consentimiento de sus padres. ¡Qué dulce es el yugo que une a dos fieles en una misma esperanza, en una misma ley, en un mismo servicio! Los dos son hermanos, los dos sirven al mismo Señor, no hay entre ellos ninguna desavenencia ni de carne ni de espíritu. Son verdaderamente dos en una misma carne; y donde la carne es una, el espíritu es uno. Ruegan juntos, adoran juntos, ayunan juntos, se enseñan el uno al otro, se animan el uno al otro, se soportan mutuamente. Son iguales en la iglesia, iguales en el festín de Dios. Comparten por igual las penas, las persecuciones y las consolaciones. No tienen secretos el uno para el otro; nunca rehuyen la compañía mutua; jamás se causan tristeza el uno al otro... Cantan juntos los salmos e himnos. En lo único en que rivalizan entre sí es en ver quién de los dos cantará mejor. Cristo se regocija viendo y oyendo a una familia así, y les envía su paz. Donde están ellos, allí está también El presente, y donde está El, el maligno no puede entrar (2,8).
8. Exhortación a la castidad (De exhortatione castitatis).
La Exhortación a la castidad la dedicó Tertuliano a un amigo que acababa de perder a su esposa. Le insiste en que no se case nuevamente. Trata de nuevo el problema de las segundas nupcias. Las rechaza como contrarias a la voluntad de Dios y prohibidas por San Pablo (1 Cor. 7,27-28). Aunque, por una parte, se ve precisado a admitir que Dios las tolera, por otra declara que no son sino una especie de fornicación (c.9). Su desviación montañista se hace patente. Mientras en el tratado Ad uxorem ensalzó las ventajas del matrimonio cristiano, en éste parece que deplora que esté permitido y lo considera como una especie de libertinaje legítimo. Por el contrario, ensalza la virginidad y continencia. Para ese fin cita incluso a la visionaria montañista Frisca: "La santa profetisa Prisca declara asimismo que todo santo ministro sabrá cómo administrar las cosas santas. Porque - dice ella - la continencia produce la armonía del alma y los puros ven visiones, e inclinándose profundamente, oyen voces que les dicen claramente palabras de salvación y secretas" (c.10). A pesar de eso, no hay ningún indicio de que Tertuliano hubiera ya roto con la Iglesia cuando escribió este tratado. Hay que datarlo, por lo tanto, entre el 204 y el 212.
9. La monogamia (De monogamia).
De los tres tratados que Tertuliano escribió sobre el matrimonio y las segundas nupcias, el De monogamia, por su estilo, es el más brillante, y el más agrio y agresivo por sus ideas. En la introducción y capítulo primero aparece ya claro que había renunciado a la influencia moderadora de la Iglesia y que había pasado definitivamente a los montañistas. La tesis que sostiene en este tratado es, según él, el justo medio entre la herejía de los gnósticos, que repudian totalmente el sacramento, y la licencia de los católicos, que permiten recibirlo varias veces: "La primera opinión es blasfemia; la segunda, lujuria; la primera querría eliminar a Dios del matrimonio; la segunda, deshonrarle. Nosotros, en cambio, que con justicia nos llamamos espirituales por los carismas que manifiestamente nos pertenecen, creemos que la continencia es tan digna de veneración como la libertad de casarse es digna de respeto, por-que ambas están de acuerdo con la voluntad del Creador. La continencia hace honor a la ley del matrimonio; el permiso de casarse la atempera. La primera es absolutamente libre, la segunda está sujeta a reglas; la primera es objeto de elección libre, la segunda está restringida dentro de ciertos límites. No admitimos más que un solo matrimonio, del mismo modo que no reconocemos más que un solo Dios" (c.1). Tertuliano considera ilícitas las segundas nupcias y muy afines al adulterio (c.15). Defiende su doctrina contra la acusación de innovación, invocando el testimonio del Espíritu Paráclito (c.2-3) y la autoridad del Antiguo Testamento (c.4-7), de los Evangelios (c.8-9) y de las Epístolas de San Pablo (c.10-14). Para rechazar la imputación de excesiva dureza, sostiene que la repugnancia de los paganos hacia las segundas nupcias prueba que la flaqueza de la carne no es ninguna excusa para dar semejante paso (c.16-17).
La fecha de composición de este tratado es, probablemente, el año 217, porque Tertuliano afirma que (c.3) habían pasado ya ciento sesenta años desde que San Pablo escribiera su primera Epístola a los Corintio" (año 57 d. d. C.).
10. Sobre el velo de las vírgenes (De virginibus velandis).
La obra De virginibus velandis trata de un tema que el autor creía ser de suma importancia. Ya en el De oratione (20-23) y luego en el De culta feminarum (2,7) exigía que las vírgenes cubrieran la cabeza con el velo. La introducción del presente tratado menciona un escrito anterior en griego sobre el mismo tema: "Voy a demostrar también en latín que está bien que las vírgenes lleven velo desde el momento que han pasado la crisis de la edad; probaré que esta obligación es impuesta por la verdad, contra la cual no hay prescripción que valga."
Examina primero lo que se refiere a esta costumbre y a su desarrollo progresivo. Observa luego que la etiqueta contemporánea, que exigía que las mujeres velaran su cara en determinadas ocasiones, debe entenderse lo mismo de las casadas que de las solteras. El texto 1 Cor. 11,5-6, contra lo que pretendían algunos cristianos, no hace excepción en favor de las solteras. Por consiguiente, la Escritura, la naturaleza y los buenos modales exigen que las doncellas se cubran la cabeza. Si lo hacen fuera de la iglesia, ¿por qué razón no han de hacerlo también dentro de ella? El autor describe con entusiasmo la incesante actividad del Paráclito:
Mientras la ley de la fe permanezca intacta, todo lo demás, tanto lo que se refiere a la disciplina como a las costumbres, admite cambios y correcciones bajo la acción de la gracia de Dios, que obra en nosotros y persevera hasta el fin. Porque, mientras el demonio trabaja sin descanso y aumenta de día en día el espíritu de iniquidad, ¿quién creerá que la obra de Dios se ha interrumpido o que ha cesado de progresar? ¿Por qué nos ha enviado el Señor su Paráclito sino para que el hombre, impotente por su debilidad de comprenderlo todo a la vez, fuera dirigido poco a poco y ayudado y conducido a la perfección de la disciplina por el Espíritu Santo, Vicario del Señor?... ¿Cuál es, pues, el ministerio del Paráclito sino regular la disciplina, interpretar las Escrituras, reformar la inteligencia, hacernos adelantar más y más en la perfección? (c.l).
A pesar de esta alusión al Paráclito y de las amargas críticas contra el clero a lo largo de todo el tratado, aún no se había producido la ruptura definitiva entre los montañistas y los católicos de Cartago. En el capítulo segundo, después de haber examinado la costumbre de las iglesias orientales, insiste aún en la unidad de la Iglesia: "Ellos y nosotros tenemos una misma fe, un solo Dios, un solo Cristo, la misma esperanza, los mismos sacramentos bautismales; permitidme decir una vez por todas: formamos una Iglesia" (c.2). Por consiguiente, el tratado tuvo que ser escrito antes del año 207.
11. La corona (De corona).
Aunque el De corona es un escrito de circunstancias, en él se discute uno de los problemas más importantes: la participación de los cristianos en el servicio militar. La ocasión fue la siguiente: Cuando murió el emperador Septimio Severo, el 4 de febrero del 211, sus hijos regalaron al ejército cierta cantidad de dinero, lo que se llamaba donativum. Al momento de su distribución en el campamento, los soldados se acercaron con una corona de laurel en la cabeza, a excepción de uno solo, que no llevaba nada en la cabeza y tenía la corona en la mano. "Todos empezaron a señalarlo con el dedo, burlándose de él desde lejos. Cuando estuvo cerca le mostraron su indignación. El clamoreo llega hasta la tribuna. El soldado sale de sus filas. El tribuno le pregunta inmediatamente: ¿Por qué te distingues de los demás? No me está permitido - responde él - llevar la corona como los otros. Y como el tribuno pide que explique sus razones, responde: Porque soy cristiano... Se examina su causa y se delibera; se instruye el proceso; se lleva la causa al prefecto y, coronado por la blanca corona del martirio, más gloriosa que la otra, aguarda ahora en el calabozo el donativum de Cristo. En seguida empezaron a oírse juicios desfavorables sobre su proceder. ¿Vienen de los cristianos o de los paganos? No lo sé; en todo caso, los paganos no hablarían de otro modo. Se habla de él como de un atolondrado, un temerario, un hombre impaciente por morir. Interrogado sobre su porte exterior, acababa de poner en peligro a los que llevan el nombre (de Cristo)... Contentémonos hoy con contestar a su objeción: ¿Quién nos ha prohibido llevar una corona? Voy a comenzar por este punto, que es, en resumidas cuentas, el meollo de toda la cuestión que nos ocupa" (c.1). El tratado, pues, está escrito en defensa de un soldado y quiere demostrar que el llevar la corona es incompatible con la fe cristiana. El autor recurre a una tradición cristiana no escrita para probar que el ponerse una corona en la cabeza va contra los principios. Además, esta costumbre es de origen pagano y está íntimamente relacionada con la idolatría. Ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento mencionan esta costumbre. Para ser más concreto, la corona militar está prohibida por la sencilla razón de que la guerra y el servicio militar son irreconciliables con la fe cristiana. El cristiano conoce solamente un juramento: la promesa bautismal; solamente sabe de un servicio: el prestado a Cristo Rey. Este es el campamento de la luz; el otro, el de las tinieblas. Tertuliano toma la mayor parte de su materia de la obra De coronis de Claudio Saturnino, a la que se refiere explícitamente en el capítulo 7: "Los que quieran una información más amplia sobre este tema, encontrarán una extensa exposición en Claudio Saturnino, escritor distinguido, de no común talento, que trata también de esta cuestión. Ha escrito, en efecto, un libro sobre las coronas, donde explica sus orígenes, sus causas, sus clases y su ritos" (c.7).
De corona critica a los católicos porque rechazan al Paráclito y sus profecías, y zahiere al clero: "Como han rechazado las profecías del Espíritu Santo, ahora se proponen rehusar también el martirio. ¿Por qué, murmuran ellos, comprometer esta paz tan favorable y tan prolongada? Estoy seguro de que algunos empiezan ya a dar la espalda a las Escrituras, a preparar sus valijas y a huir de ciudad en ciudad, puesto que de todos los textos del Evangelio no se acuerdan más que de éste. Conozco a sus pastores, leones en tiempo de paz, siervos en la lucha" (c.1). El año 211 es la fecha que se asigna generalmente a este tratado.
12. Sobre la huida en la persecución (De fuga in persecutione).
Una cuestión tratada solamente de paso en el De corona recibe respuesta completa en el De fuga in persecutione: ¿Le está permitido a un cristiano huir en tiempo de persecución para escapar del martirio? En Ad uxorem (1,3), Tertuliano había dicho: "En tiempo de persecución es mejor huir de un lugar a otro, como nos está permitido, que dejarse arrestar y negar la fe bajo el tormento." Lo mismo sostuvo en el De patientia (c.13). En el presente tratado, en cambio, sostienes que esa fuga va contra la voluntad de Dios. La persecución viene de El; El es quien la planea a fin de robustecer la fe de los cristianos, aunque no se puede negar que el diablo tiene también su parte en ella. Si algunos objetan alegando a Mateo 10,23: "Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra," Tertuliano contesta que esto se refiere exclusivamente a los Apóstoles, a sus tiempos y circunstancias, pero no al tiempo presente (c.6). Tampoco es lícito escapar de los malos tratos mediante dinero, porque la razón es la misma: el miedo al martirio. Rescatar con dinero al ser humano que Cristo rescató con su sangre es indigno de Dios (c.12). El tratado lo dedica el autor a su amigo Fabio. Lo anunció ya en el De corona (c.1). Hay sobrados indicios del montañismo del autor (c.1.11.14). Hay que datarlo, por consiguiente, en el año 212.
13. Sobre la idolatría (De idololatria).
Tertuliano, al parecer, escribió el tratado De idololatria hacia la misma época que el De corona, que es del año 211. Nuevamente se propone la cuestión: ¿Le está permitido al cristiano servir en el ejército? Pero Tertuliano sobrepasa los límites del tema y se propone librar al cristiano de todo cuanto esté de alguna manera relacionado con la idolatría. Por eso. Tertuliano no se contenta con condenar a los fabricantes y adoradores de imágenes (c.4), sino toda profesión o arte que crea que está al servicio del paganismo. Por eso excluye de la Iglesia a los astrólogos, matemáticos, maestros de escuela, profesores de literatura y con mayor razón aún a los gladiadores, vendedores de incienso, hechiceros y magos (c.8-11). Una exclusión tan radical crea dos dificultades. En primer lugar, la gente preguntará: ¿Y cómo he de vivir? El autor contesta diciendo que la fe no tiene miedo del hambre. Si un cristiano ha aprendido a despreciar la muerte, ciertamente no dudará tampoco en despreciar las exigencias de la subsistencia humana (c.12). El segundo problema es éste: Si la enseñanza no está permitida a los cristianos, no habrá manera de educarse. Aquí Tertuliano hace una concesión interesante: enseñar está prohibido, pero se permite estudiar.
Veamos la necesidad de la erudición literaria. Consideremos que, por una parte, no puede estar permitida y por otra, que no se puede evitar. El estudio de la literatura está permitido a los cristianos, pero no su enseñanza, porque aprender y enseñar son dos cosas diferentes. Supongamos el caso de un cristiano que enseña la literatura llena de alabanzas a los ídolos; sin duda alguna, si enseña, recomienda; si la comunica, la afirma; si narra, da testimonio a su favor... Pero cuando un fiel estudia, si es capaz de entender lo que es la idolatría, ni la recibe ni la aprueba; si no sabe de qué se trata, aún será menos capaz de entenderla. O supongamos que empieza a comprender; es justo que aplique su inteligencia ante todo a aquello que aprendió anteriormente, a saber, a lo que se refiere a Dios y a su fe. Todo lo demás, por lo tanto, lo rechazará sin aceptarlo. De esta manera estará tan seguro como aquel que, sabiéndolo bien, toma de la mano de uno que lo ignora un veneno que él se guarda muy bien de beber. A éste le excusa la necesidad, puesto que no hay otro medio de instruirse (c.10).
Condena luego toda forma de pintura, escultura y artes plásticas (c.5), y prohíbe toda participación en los festivales públicos (c.15). Con esto se llega a la cuestión: ¿Qué cargos del Estado puede ejercer un cristiano? Según el autor, nadie puede creer que sea posible evitar la idolatría, bajo una u otra de sus muchas formas, ocupando cualquier cargo público. Por consiguiente, ningún fiel puede aceptar ninguno de ellos (c.18). Todos los miembros de la Iglesia han abjurado las pompas del demonio en el bautismo. El cristiano será un magistrado tanto más feliz en el cielo por haber renunciado a estos honores en la tierra. Tertuliano declara que el Estado es enemigo de Dios: "Que esto sirva para recordaros que todos los poderes y dignidades de este mundo no solamente son extraños a Dios, sino enemigos" (c.18). No puede, pues, sorprendernos que, con semejantes ideas sobre las relaciones entre la fe y el Imperio, rechace el servicio militar: "No puede haber compatibilidad entre los juramentos hechos a Dios y los juramentos hechos a los hombres, entre el estandarte de Cristo y la bandera del demonio, entre el campo de la luz y el de las tinieblas. Una sola alma no puede servir a dos señores, a Dios y al César" (c.19).
14. Sobre el ayuno (De ieiunio adversus psychicos).
El mismo título del tratado indica que Tertuliano, ya montañista, lo escribió contra los católicos, los psychici. El tema es la cuestión del ayuno, que había sido causa de una apasionada controversia entre los dos bandos. El autor ataca violentamente a los católicos, "esclavos de la lujuria y reventando de glotonería" (c.1), porque rechazan las prácticas montañistas. Se acusaba a la secta de Tertuliano, según parece, de aumentar el número de los días de ayuno, de prolongar las estaciones generalmente hasta el atardecer, de practicar las xerofagias, es decir, de no tomar más que comidas no condimentadas de carne, salsas o jugos de fruta; de no tocar nada que tuviera el gusto de vino, de abstenerse del baño en los días penitenciales (c.1). Se condenaban todas estas prácticas como novedades inspiradas en la herejía o pseudoprofecía. Tertuliano sale a su defensa. Prepara sus argumentos, como los haría un abogado en un alegato. Apoyándose en el Antiguo y Nuevo Testamento, demuestra la necesidad del ayuno después de la desobediencia de Adán y las ventajas de la abstinencia, niega que haya nada nuevo en esa forma de practicar las estaciones (c.10). Después de haber refutado la acusación de herejía y de pseudoprofecía (c.11), pasa a un violento ataque contra la indulgencia de los cristianos para consigo mismos. Les acusa de "instalar cocinas en la prisión para deshonrar a los mártires" (c.12) y de ser más impíos que los mismos paganos (c.16). Se hallan en esta obra las expresiones más brutales que usara jamás Tertuliano. Sin embargo, para la historia del ayuno sigue siendo una valiosa fuente de información.
15. Sobre la modestia (De pudicitia).
El tratado De pudicitia no es menos violento que el precedente, pero trata de un asunto mucho más importante: el poder de las llaves. Según el concepto montañista que el autor tiene de la Iglesia, el poder de perdonar no pertenece a la jerarquía eclesiástica, sino a la jerarquía espiritual, esto es, a los apóstoles y profetas. Este tratado es, ante todo, una potente polémica contra la disciplina penitencial de la Iglesia católica del Norte de África y, en particular, contra el Edictum peremptoriumí de un obispo, cuyo nombre no se da. Según Tertuliano, este pontifex maximus y episcopus episcoporum declara: "Perdono los pecados de adulterio y de fornicación a los que hayan hecho penitencia." El problema está en determinar quién era ese obispo. Muchos lo han identificado como el papa Calixto (217-222). No habría motivo de ponerlo en tela de juicio si Tertuliano se refiriera al mismo caso que provocó el cisma de Hipólito o si fuera cierto que el precedente mencionado en el De pudicitia no podía haber sido puesto más que en Roma. Pero ni una cosa ni otra se pueden probar, como ya dijimos (cf. p.519s). Los títulos pontifex maximus y episcopus episcoporum no prueban lo contrario; en este caso el autor los emplea irónicamente, al igual que otros, como benignissimus Dei interpres, bonus pastor et benedictus papa. Además, en aquel tiempo no eran conocidos como apelativos específicos del obispo de Roma. Como Tertuliano llama a su adversario psychicus, palabra muy usada por él para designar a los católicos de Cartago, tenemos derecho a suponer que se refiere al de aquella ciudad, Agripino (Cipriano, Epist. 71,4). Hay que añadir que la situación difiere totalmente de la que describe Hipólito (cf. p.491-4). Tenemos, finalmente, la siguiente alusión:
Y deseo conocer tu pensamiento, saber qué fuente te autoriza a usurpar este derecho para la "Iglesia." Sí, porque el Señor dijo a Pedro: "Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia," "a ti te he dado las llaves del reino de los cielos," o bien: "Todo lo que desatares sobre la tierra, será desatado; todo lo que atares será atado"; tú presumes luego que el poder de atar y desatar ha descendido hasta ti, es decir, a toda Iglesia que está en comunión con Pedro, ¡Qué audacia la tuya, que perviertes y cambias enteramente la intención manifiesta del Señor, que confirió este poder personalmente a Pedro! (c.21).
Las palabras "es decir, a toda Iglesia que está en comunión con Pedro" (id est, ad omnem ecclesiam Petri propinquam) sólo tienen sentido refiriéndolas, no únicamente al obispo de Roma, sino a toda la Iglesia en comunión con Pedro por la fe o por razón de su origen. Esto conviene muy bien a Cartago, fundada, como dice la tradición, por misioneros romanos.
Si comparamos el De pudicitia de Tertuliano con su anterior tratado De paenitentia, observaremos una oposición absoluta entre los dos escritos. En la historia de la disciplina penitencial, el De pudicitia es el primer documento que menciona los tres pecados capitales de idolatría, fornicación y homicidio, considerados por el autor como "imperdonables." Fue, pues, Tertuliano el que introdujo la distinción entre peccata remissibilia e irremissibilia (2). Esta distinción no se halla en el De paenitentia. El argumenta diciendo que la Iglesia no tiene poder para perdonar pecados tan graves después del bautismo; ni siquiera la intercesión de los mártires es eficaz.
16. Sobre el manto (De pallio).
De pallio es el tratado más corto de Tertuliano, pues consta solamente de seis capítulos. Lo escribió en defensa propia, cuando le criticaron por haber sustituido para el uso ordinario la toga por el manto o pallium. Aquélla, recuerda él a sus conciudadanos, fue introducida por los romanos después de su victoria sobre Cartago y simboliza la derrota y la opresión, mientras que el pallium lo usaban ya antiguamente personas de todo rango y condición. Por otra parte, el cambiar es una ley universal; cambiar de aspecto lo hacen todos los seres de la naturaleza. El mundo cambia, la tierra cambia, las naciones y los que las rigen van y vienen. Los animales, en vez de vestidos, mudan de forma, de plumaje, de piel, de color. Nadie, pues, tiene derecho a sorprenderse porque cambie también el nombre. La historia del vestido es una historia larga, como que empieza con la caída del primer hombre. Hay que conceder, sin embargo, que no toda innovación significa siempre progreso. Se extraña Tertuliano de que sus conciudadanos se muestren contrarios al pallium por ser de origen griego; siempre les gustó imitar a los griegos, incluso en aquellas cosas que no se deberían imitar. Y si tienen ganas de criticar vestidos, que se fijen en los vestidos que ponen en peligro la modestia, en los hombres que parecen mujeres, en las mujeres que se visten como si fueran meretrices. El pallium se recomienda por su simplicidad y utilidad. Es el vestido distintivo de los filósofos, retóricos, poesías, módicos, poetas, músicos, astrólogos y gramáticos. Y aquí el autor cede la palabra al pallium: "Todo lo que es liberal en ciencias, lo cubro yo con mis cuatro ángulos" (c.6). No es, ciertamente, el atuendo propio del foro, del lugar de los comicios, del senado, de la residencia de un pretoriano o de un patricio romano. Es excluido de los cargos públicos del Estado, pero ahora ha recibido una dignidad mucho mayor, la de ser la vestidura del cristiano: "¡Alégrate, pallium, y salta de gozo! Una filosofía mucho mejor se ha dignado honrarte desde que has empezado a ser la indumentaria del cristiano" (c.6). Estas son las últimas palabras de un tratado lleno de viveza, de originalidad y de ironía. Sobre la fecha de su composición reina gran variedad de opiniones. El triple poder de nuestro actual imperio ( praesentis imperii triplex virtus) del capítulo 2 no basta a dirimir la cuestión. Puede convenir tanto al año 193, cuando Didio Juliano, Pescenio Niger y Septimio Severo se dividieron el poder, como al 209-211, cuando Severo y sus dos hijos, Antonino y Geta, gobernaron conjuntamente. A favor de la primera de estas fechas está la completa ausencia de ideas montañistas; en ese caso, el cambio de vestido habría coincidido con la conversión del autor. En cambio, la última se aviene mejor con el pasaje que alude a una agricultura floreciente en todo el mundo y a la cesación de todas las hostilidades. Este estado de cosas respondería al período de paz que siguió cuando Severo puso fin a la enconada lucha entre los diversos pretendientes al trono.
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