conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Cuarta Parte.- La Gloria de Jesucristo

XXIV.- La Resurrección (XI)

101. La imprudencia más grave que se puede cometer leyendo los Evangelios sería separarlos de resto de la Biblia y de la Revelación, y de la tradición de Israel. Es imposible imaginar hasta qué punto la tradición de Israel era -y es aun en los medios ortodoxos- fiel al pasado, inflexible en esa fidelidad. Nosotros, por el contrario, nos gloriamos de ser unos desarraigados. Nuestras palabras son cobardes, nuestras definiciones de palabras son extremadamente, vagas. La ruina a que el romanticismo ha arrastrado a nuestro lenguaje lo ha erosionado; la inflación constante de las palabras que reina en los periódicos, en la radio, en la televisión, en las conversaciones, ha desvalorizado profundamente el lenguaje moderno. No tenemos idea de la riqueza de las palabras en los Evangelios, ni de su precisión. Las palabras empleadas por los escritores del Nuevo Testamento eran una moneda fuerte, la más alta del mundo, en relación con nuestras divisas.

Así, ¿qué quieren decir para nosotros las palabras "gloria", "cuerpo glorioso", "cuerpo glorificado"? Suenan bien, no pedimos más. Y pasamos. Es decir, pasamos al lado de verdades religiosas capitales. Cuando Juan dice de Jesús: "Hemos visto tu gloria" pensamos que habla como un mariscal del Imperio hablaba de Napoleón, o como un general de Alejandro podía hablar del mayor capitán de todos los tiempos.

Pero en labios de un israelita ortodoxo, hablar de "la gloria" de Jesucristo sería propiamente confesar que Jesucristo es Dios. En la tradición judía, la palabra "gloria" (en hebreo kabôd) está estrictamente reservada a Dios. Mí tarea, aquí, es tratar de comprender lo que está escrito, y mi responsabilidad, ¡ay!, no desvalorar su sentido. Digo ¡ay! porque sé que mi comprensión es muy limitada.

Como la palabra Palabra, como la palabra Presencia, como las palabras Tienda y Templo, como las palabras Hijo del hombre, y en mi opinión también como la palabra Semilla y la palabra Reino, la palabra Gloria es uno de los pilares esenciales de todas las Escrituras, una de las palabras capitales de toda la revelación divina al pueblo hebreo. En cuanto se oye, hay que aguzar las orejas y prestar mucha atención, pues nunca se emplea al azar. En los tres planos, teológico, metafísico y físico, esa palabra Gloria tiene un sentido muy preciso. En el plano teológico, la Gloria es un atributo esencial, y que manifiesta su Presencia privilegiada. En el plano metafísico, la Gloria designa una manifestación de trascendencia absoluta, un fenómeno sagrado en el más alto punto. En el plano físico, la Gloria va acompañada de ciertos signos casi constantes: un fuego incandescente, un resplandor de luz deslumbrante, una energía peligrosa y aun mortal para ella misma, una nube o una columna de humo radiante, y también a veces la presencia de Serafines y de Querubines, esos monstruos ardientes que sirven de trono a la Majestad divina. A lo largo de milenios, tal es el estilo de las manifestaciones de Dios a Israel. La gloria es un elemento esencial de la teofanía.

Una vez más, es preciso que este libro acabe, y me es imposible citarlo todo. Citaré por lo menos algunas de las más célebres teofanías y en primer lugar la del monte Sinaí. "Moisés subió a la montaña y la nube cubrió la montaña. La gloria, de Yahvé reposó sobre la montaña de Sinaí y la nube cubrió la montaña durante seis días. El séptimo día, Yahvé llamó a Moisés desde en medio de la nube. El aspecto de la Gloria de Yahvé, a los ojos de los hijos de Israel, era como un fuego devorador en la cima de la montaña. Moisés entró en medio de la nube y subió a la montaña. Y Moisés se quedó en la montaña cuarenta días con cuarenta noches. Y Yahvé habló a Moisés..."(Ex. 24,15-18)

Y después: "Entonces la nube cubrió la tienda de la cita, y la Gloria de Yahvé llenó la morada. Y Moisés ya no podía entrar en la tienda de la cita, porque la nube estaba encima y la Gloria de Yahvé llenaba la morada. Mientras duraron sus marchas, los hijos de Israel se ponían en camino cuando la nube se levantaba de encima de la morada, y si la nube no se elevaba, no partían hasta el día en que se elevaba. Pues la nube de Yahvé reposaba durante el día sobre su morada, y durante la noche había fuego en la nube, a los ojos de toda la casa de Israel, mientras duraron sus marchas". (Ex. 40,34-38)

Seis siglos después, el libro del profeta Ezequiel es la epopeya de la Gloria de Yahvé. Léase ese libro asombroso que inaugura el estilo del Apocalipsis judío: "Los querubines estaban a la derecha del Templo cuando entró el hombre, y la nube llenaba el espacio interior. La Gloria de Yahvé se elevó sobre el querubín, hacia el umbral del Templo, el Templo se llenó de la nube, y el espacio se llenó del esplendor de la gloria de Yahvé... (Ez. 10,3-4) La Gloria de Yahvé salió de sobre el umbral del Templo y se detuvo sobre los querubines. Los querubines desplegaron sus alas y se elevaron de tierra ante mis ojos, al partir, y las ruedas con ellos. (Ez. 10,18-19) Y se detuvieron a la entrada del pórtico oriental del Templo de Yahvé, y la Gloria del Dios de Israel estaba sobre ellos, encima. Y la Gloria de Yahvé se elevó para salir de la ciudad, y se detuvo sobre la montaña que se encuentra al oriente de la ciudad". (Ez 11,22-23) Lo asombroso de esa profecía es que la montaña al oriente de la ciudad es la del monte de los Olivos, desde la cual Jesús, resucitado y glorioso, se elevará al cielo en una nube.

Esas citas, que se podrían multiplicar sin esfuerzo, prueban al menos lo que he tratado de mostrar a lo largo de todo este libro; que Jesús nació, vivió, murió, fue sepultado y resucitó, en un contexto preciso y milenario. La resurrección de Jesús y la fundación apostólica de la Iglesia se insertan especialmente en la tradición de las teofanías del Antiguo Testamento. Durante esos cuarenta días, en que su Maestro, ya corporalmente presente en la eternidad, aparecía y les hablaba, los apóstoles tuvieron por sí mismos la experiencia vívida antaño por Moisés en el monte Sinaí, cuando, durante cuarenta días, fue envuelto en la Gloria de Yahvé y Dios le hablaba. En esa familiaridad vivida de su Maestro fue como los apóstoles se vieron confirmados en su vocación de mensajeros de Dios y de la Buena Noticia. Antes de ellos, Isaías había tenido una experiencia semejante:

"El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor Yahvé, sentado en un elevado trono; su manto llenaba el santuario; unos serafines estaban sobre él, cada uno con seis alas; dos para cubrirse la cara, dos para cubrirse los pies, dos para volar. Y se gritaban uno a otro estas palabras:

¡Santo, santo, santo es Yahvé de las Huestes! ¡Su Gloria llena toda la tierra!

"Los goznes del umbral vibraban a la voz del que gritaba y el Templo se llenaba de humo. Dije:

Desgraciado de mí, Estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, Habito en medio de un pueblo de labios impuros, Y mis ojos han visto al Rey, Yahvé de las Huestes.

"Uno de los serafines voló hacia mí, teniendo en la mano un ascua que había tomado con pinzas en el altar. Me tocó con ella la boca y dijo:

Mira: esto ha tocado tus labios

Tu pecado está borrado,

Tu iniquidad está expiada.

"Entonces oí la voz del Señor, diciendo:

¿A quién mandaré?

"Respondí: ¡Aquí estoy! ¡Envíame!

"Él me dijo: -Ve..."

La diferencia, y grande, era que la Gloria de Dios ya no era cegadora, espantosa o brutal. Apparuit benignitas... Ahora la Gloria de Yahvé reside en la dulzura y la belleza de una humanidad perfecta.

En esa experiencia pascual de la Gloria de Dios en un cuerpo de hombre, el de su Maestro, habla para los apóstoles -al menos para tres de ellos-, otro contexto más próximo, más personal, que las teofanías antiguas. Era, para Pedro, Santiago y Juan, la experiencia de la Transfiguración de Jesús. No soy yo quien inventa esa relación entre la transfiguración y la resurrección, es el mismo Jesucristo quien lo hizo explícitamente.

"Cuando bajaron de la montaña, él les prohibió que contaran a nadie lo que habían visto, hasta cuando el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos observaron estas palabras, preguntándose entre sí qué era "resucitar de entre los muertos". (Mc. 9,1-10)

Contando la misma escena de la Transfiguración de Jesús, Lucas precisa: "Pedro y los que iban con él estaban cargados de sueño, pero, manteniéndose despiertos, vieron su gloria, con los dos hombres que estaban a su lado". (Lc. 9,32) Se trata, en efecto, de una teofanía.

Así, los tres apóstoles se preguntaban lo que significaban las palabras "resucitar de entre los muertos". Solo aprenderían verdaderamente el sentido de esas palabras con el hecho de la resurrección de Jesucristo; así pasa con toda profecía, que sólo se la entiende bien cuando ha ocurrido el hecho que anuncia. Pero ahí, en la Transfiguración, los tres apóstoles aprenden de manera experimental y concreta que su Maestro es mayor que Moisés y Elías, y que la Gloria de Yahvé está sobre él. La Transfiguración es una prefiguración y una profecía de la resurrección; por eso hablo de ella aquí.

También hablo de ella por otra razón. El relato de la Transfiguración, en los tres Sinópticos, se inaugura con uno de los versículos que más controversias han provocado:

Mateo: "Os doy mi palabra de que hay algunos de los que están aquí, que no probarán la muerte antes de ver al Hijo del hombre viniendo en su Reino."(Mt. 16,28)

Lucas: "Os digo de veras que hay algunos de los que están aquí que no probarán la muerte antes que vean el Reino de Dios."(Lc. 9,27)

Marcos: "Os doy mi palabra de que algunos de los que están aquí no probarán la muerte antes que vean el Reino de Dios viniendo con poder."(Mc. 9,1)

Esas palabras, seguramente, las dijo Jesús. Es raro, en efecto, encontrar un acuerdo tan preciso entre los Sinópticos. Y se dijeron con solemnidad indudable, puesto que se han recordado exactamente. Esas palabras constituyen una de las principales bases de la famosa teoría de la "escatología consistente", lanzada por Johannes von Weiss y popularizada por Albert Schweitzer. Según esa teoría, Jesús creía en el fin del mundo inminente, creía que debía ocurrir durante el periodo que le era contemporáneo. En consecuencia, seguramente no quiso instituir una Iglesia destinada a durar, y su moral es "interina", preparando a los hombres únicamente a la agonía del mundo, que sería breve y no podría tardar. Ahora bien, el mundo ha durado. La Iglesia ha nacido de esa duración, que no estaba prevista en el programa, y se comprende por lo mismo las exigencias de la moral cristiana, impracticable en lo cotidiano de la vida. Sé que tal teoría puede tener sugestión sobre los espíritus, aun los familiarizados con los textos de la Escritura.

Creo comprender muy bien por qué tales incrédulos se irritan con lo que llaman "la mala fe de los apologetas católicos", que, de una vez para todas, han decidido tener siempre razón. Bien decididos igualmente, y de una vez para todas, a ignorar las dificultades, a no encontrar en el texto de los Evangelios más que claridad, armonía, asonancias y acordes finales. No es ese mi caso. Encuentro difíciles los textos de los Evangelios, e incluso he emprendido un grueso libro para explicarme sobre ellos.

Pero permítaseme a mi vez enervarme ante la actitud, que creo sistemática y a priori, de tales incrédulos, muy dispuestos a hablar de contradicciones irreductibles en el interior de los textos evangélicos. Les recordaré a ellos también que esos textos son difíciles, que las dificultades que ellos plantean, si se quieren resolver sin quedarse en la superficie, exigen largos estudios y una meditación asidua, y que no es sorprendente que se llegue a la incoherencia si en el arranque no se ve en Jesucristo más que a un hombre como los demás, y si se rehúsa, no sólo la existencia, sino la posibilidad misma del milagro y de lo sobrenatural. En mi opinión, la coherencia de los textos que presentan más dificultades tiene su clave en la doble naturaleza, divina y humana, de Jesucristo, o, si se quiere, sólo encuentran su coherencia en la altura excepcional de esa Personalidad. El prisma descompone la luz; para una personalidad que emerge naturalmente en la eternidad, el tiempo también "descompone" ciertas afirmaciones. Dicho eso, no presento ninguna resistencia a admitir que, si Jesucristo no es Dios en persona, todos esos relatos que le conciernen se hunden en el caos. El que dijo "Antes que naciera Abraham, Yo existo", no puede tener de la sucesión temporal la misma noción que nosotros, que estamos sumergidos en esa sucesión.

No se tiene absolutamente derecho a fingir ignorar que el famoso versículo escatológico en discusión, es introductorio, en los tres Sinópticos, del relato de la teofanía que fue la Transfiguración. En Marcos, es el primer versículo del capítulo. En Lucas, precede también al relato de la Transfiguración inmediatamente, pero cierra el capítulo precedente. Pero todos saben que las divisiones de los Evangelios en capítulos y versículos no son originales, y no tienen importancia más que para la comodidad del lector, y no para el sentido en absoluto.

Hay varias teofanías en los Evangelios, todas ellas en relación directa con la persona de Jesús. Se puede decir incluso que la revelación de la divinidad personal de Jesús se hizo por niveles sucesivos, de teofanía en teofanía. La primera teofanía evangélica tuvo lugar en el Bautismo de Jesús por Juan Bautista; es notable que san Pedro haga proceder de ahí el testimonio apostólico. La segunda fue la de la Transfiguración, profética a su vez, según Jesús, de la teofanía de la resurrección. La tercera es la más importante, en ella culmina la revelación de la divinidad personal de Jesús, y es la teofanía de la resurrección completada en la Ascensión. Habrá una última teofanía de Jesús, la que predijo él mismo a Caifás, cuando vuelva sobre las nubes el cielo, para juzgar a vivos y muertos. Es lo que se llama "el Segundo Advenimiento", en el fin del mundo, la Parusía.

Los defensores de la "escatología consistente" identifican la última teofanía, la del Segundo Advenimiento y el fin del mundo, con el advenimiento del Reino de Dios. Esa identificación es gratuita; es un juego de pasarse las cosas de mano a otra. No hay ninguna razón en los textos para limitar el advenimiento del Reino de Dios al Segundo Advenimiento. Es posible que algunos de los primeros cristianos se engañaran, y que esperaran el fin del mundo en lo inmediato. Pero el mismo Jesús no se engañó, y no nos indujo a error sobre ese punto, como sobre ningún otro. Cuando dijo: "Algunos de los que están aquí no probarán la muerte antes que vean el Reino de Dios viniendo en poder", ¿por qué limitar eso a una sola teofanía cristológica, y la última? Ese advenimiento del Reino puede indicar también la teofanía de la Transfiguración, que se va a contar enseguida; pero sobre todo, debe indicar la resurrección y la ascensión, que son la teofanía de las teofanías, en que se concreta completa y definitivamente el Reino de Dios, y de que el Segundo Advenimiento es sólo una lejana consecuencia. Entonces es cierto que, entre los oyentes de Jesús, había al menos tres que no probarían la muerte sin haber visto la Gloria de Jesús en su Transfiguración, y había otros muchos que serían testigos de su resurrección.

Dicho eso, todas esas teofanías se encadenan, son signos y garantías unas de otras. La Transfiguración profetiza y garantiza la próxima resurrección. Ya veremos que la Ascensión de Cristo profetiza y garantiza el Segundo Advenimiento. Igualmente, las teofanías del Antiguo Testamento, sobre todo aquella de que fue testigo Moisés, en que se prometía un profeta que habría que "escuchar" en nombre de Dios, profetizan y garantizan las teofanías del bautismo de Jesús y de la Transfiguración, en que la voz de Dios en la nube manda solemnemente escuchar a Jesús. Pero el Reino de Dios está plenamente inaugurado por la resurrección del Señor. La proximidad de ese Reino era también el sentido de la predicación de Juan Bautista, y de las primerísimas predicaciones de Jesús en Galilea, sin ninguna referencia al fin del mundo. ¿Por qué, entonces, introducir tal referencia que no está en los textos?

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