conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Cuarta Parte.- La Gloria de Jesucristo

XXIV.- La Resurrección (XII)

102. El Ángel había dado una cita en Galilea. Al cabo de ocho o diez días pasados en Jerusalén, tras la famosa mañana de la resurrección de su Maestro, los apóstoles fueron allá. Se volvían a encontrar así en los mismos lugares en que había empezado todo para ellos. Volvían a encontrar también las cosas idénticas a como antes. ¿Habían soñado?

El lago, su lago, estaba siempre alegre como un Mediterráneo. El ritmo de la vida en las aldeas era el mismo. Dos años y medio, tres años, ¿eso qué es? La gente ni siquiera había tenido tiempo de envejecer. Seguía habiendo las mismas conversaciones a la orilla del agua, el mismo bullicio de mujeres alrededor de las fuentes.

Los apóstoles se habían mezclado en una aventura extraordinaria, de acuerdo, pero aquí todo les llevaba a olvidar, a volver a poner cuerdamente sus pasos en las viejas costumbres establecidas por los antepasados. Encuentro admirable que Cristo quisiera, antes de su desarraigo total, enfrentar a los apóstoles por última vez con la tentación de la vida cotidiana, de los caminos bien trazados, de la mediocre seguridad material, y, en esas orillas, de la dulzura de vivir. ¿Para qué, ir al fin del mundo, cuando hace tan buen tiempo en casa? Lejos de la ciudad Santa, de sus intrigas de sus pasiones, tendrían así la oportunidad de frotarse los ojos y de poner las cosas a punto, al contacto con todo lo que era para ellos la humilde realidad que no miente.

Y en efecto, parece que la vida cotidiana recuperará inmediatamente su poder sobre ellos. Estaban ahí, solos, entregados a sí mismos, sin trabajo, ¿qué hacer? Una tarde, Simón Pedro, cansado de la espera y del ocio, fascinado todavía sin duda por el oficio de su vida, dice: "¡Voy a pescar!". Los demás le dicen "¡Vamos contigo!.". Y ahí están otra vez alegres atareados, calafateando la barca, preparando la comida y el jarro de vino, el faro, las redes, y luego, caída la noche, otra vez parten por el lago. Ese momento siempre es de silencio: la barca llena de hombres, que se aleja de la orilla a medianoche para pescar, no hace más ruido que el sonido mate y regular de los remos que tocan el mar en cadencia. La noche pasa deprisa bajo las estrellas, la barca lanza la red al mar en una amplia curva, y luego, al cabo de un tiempo, vuelve para sacarla, con los peces.

Si los hay. Esa vez, no los hubo. Pedro debió entristecerse; así, su oficio, el oficio de su juventud, su modo de ganarse el pan, le traicionaba. El regreso fue aún más silencioso que la partida. Los amaneceres son aún frescos en esa época, pero nadie se preocupaba, mientras que una luz dorada subrayaba el horizonte y disipaba la temblorosa neblina sobre el lago. Se acercaban a la playa. Además de los gatos, pacientemente sentados, separados unos de otros como si no se conocieran, aguardando siempre el regreso de los pescadores, en la espera de los desperdicios que les echen, había un hombre en la orilla.

Desde lejos el hombre gritó:

-Muchachos, ¿tenéis pescado que comer?

Y su voz resonaba sobre el mar. Ellos le contestaron en el mismo tono, pero con el laconismo de los descontentos de sí mismos: "¡No!". El hombre volvió a gritarles:

-Echad la red a la derecha de la barca, y encontraréis.

Como el jugador, tras una noche en que no ha dejado de perder, siempre está dispuesto a una última apuesta, creyendo volver del revés la suerte, el verdadero pescador siempre cree que un último golpe de red le será propicio. Echaron, pues, la red, lo cual requirió bastante tiempo. Pero cuando la recogieron, no podían sacarla, de la abundancia de peces, y sin embargo no se rompió. El honor profesional de Pedro estaba a salvo.

Juan miró al desconocido de la orilla, y de repente le volvió al espíritu el recuerdo de las pescas milagrosas de antaño. Pedro miró también a ese hombre que tan bien conocía las costumbres de los peces. Juan se inclinó hacia Pedro y le dijo-

-¡Es el Señor!

La reacción de Pedro fue inmediata. "Se Puso la ropa, porque estaba desnudo, y se echó al agua." Es fiel a sí mismo: primero se echa al agua, y sólo después reflexiona. Llegó, pues, muy pronto junto a Jesús, y no encontró nada que decirle. Estaba helado del agua fría y de la timidez. "Los demás discípulos fueron en la Barca, pues no estaban más que a doscientos codos de tierra (unos cien metros), remolcando la red de los pescadores."

Juan, que cuenta esta escena, continúa: "Cuando bajaron a tierra, vieron una hoguera de brasas, con pescado puesto, encima, y pan. Jesús les dijo: -Traed pescado del que habéis sacado ahora-. Simón Pedro salió sacando la red a tierra, llena de peces grandes, ciento cincuenta y tres; y, con ser tantos, no se rompió la red. Jesús les dijo: -Venid a almorzar-. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: "¿Quién eres tú?", Sabiendo que era el Señor. Fue Jesús y tomó el pan y se lo dio, y lo mismo el pescado".

En toda la literatura humana, no conozco una escena en que la magia de amor esté tan presente, tan fatal y como opresiva. Reduce a los apóstoles al silencio, el exceso de la alegría tiene aquí los mismos efectos que un dolor excesivo. ¿Cómo concebir, tras una larga y cruel separación, el nuevo hallazgo del amor? Sólo los gestos y las palabras más sencillas, desprovistas de toda elocuencia, pueden expresar la violencia interior de la alegría. Cada cual puede sentir en el interior de su pecho los latidos de su corazón, y cada cual se calla. Sólo Jesús habla, apenas. ¿Qué dice? "Traed pescado del que habéis sacado ahora." "¡Ea, vamos, hay que almorzar!" Todo lo demás son gestos. ¿Y qué gestos? Sopla las brasas, asa con cuidado su modesta pero sabrosa comida de pescado fresco en la playa, parte el pan, da de comer a todos. El cristianismo ha tomado ahí su estilo de santidad más auténtico, desprovisto de toda ostentación, compatible con la banalidad cotidiana de los gestos y de las palabras. Pues la santidad es el amor a Jesús.

Ahí, en esa playa desconocida, en esa luz alegre, Jesús vela bien su gloria, se guarda de deslumbrar, está lejos de querer asustar; allí habríamos querido estar, ¡qué hombre digno de amor debió ser! Todos saben muy bien quién es. El contraste entre su majestad real, triunfante del pecado y de la muerte, y la modestia servicial de su apariencia, provoca una emoción tan sutil y aguda que nos sube la humedad del corazón a los ojos, y todos nos sentimos traspasados por una profunda herida. Aún más que de las costumbres de los peces, cómo entiende Jesús de conmover los corazones de los hombres...

El sol ya está alto en el cielo, ilumina el apacible paisaje de esas orillas del lago, la barca se mece apenas en el agua. En torno, los gatos respetan esa solemnidad familiar. Jesús fija sus ojos en Pedro:

Jesús. - Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?

Pedro. -, Señor, tú sabes que te amo.

Jesús. - Apacienta mis corderos... Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

Pedro. Si, Señor, tú sabes que te amo.

Jesús. Pastorea mis ovejas... Simón, hijo de Juan,

¿Me quieres?

"Se entristeció Pedro de que le dijera por tercera vez ¿me quieres?", y le dijo: - Señor, tú lo sabes todo, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero..."

Jesús. - Apacienta mis ovejas... Te doy mi palabra: cuando eras joven, te ponías tú mismo el cinturón e ibas a donde querías, pero cuando envejezcas extenderás las manos, y otro te atará la cintura y te llevará a donde no quieras.

"Esto dijo significando con qué muerte iba Pedro a dar gloria a Dios."

Ya está: la tentación. de la vida cotidiana ha quedado abolida. La aventura se vuelve a poner en marcha y no se detendrá. Y para Pedro, se yergue la cruz en el horizonte, ¿Cómo escapar a la mirada de Jesucristo?

En otro sentido muy diverso, esa aparición me parece tan convincente como aquella en que Jesús hizo tocar sus llagas a Tomas. Aquí es un nuevo hallazgo en el espacio preciso de la memoria y del amor. Tiene cuidado de hacerse reconocer por el tacto infalible de la intuición. Sí, es él, es efectivamente él, no puede ser más que él, el Jesús de las pescas milagrosas de antaño, el compañero de camino de orillas del lago, el mismo Jesús, también, que Pedro renegó tres veces antes del canto del gallo, en el alba macilenta; cierto es que perdonó, pero no olvidó, y le agradece a Pedro que tampoco haya olvidado y se haya entristecido a la tercera pregunta. No es que Jesús quiera remover el cuchillo en la llaga, no es un atormentador, pero, entre nosotros, es preciso que el jefe de la Iglesia sepa sin ninguna duda que el que le habla y acaba de compartir una comida con él es el Señor, el mismo, aquel de quien él renegó, el que mataron, y que ha resucitado de entre los muertos. ¡Honradez de Jesucristo! Es preciso que las cosas estén bien claras. En el mismo momento en que hace alusión al triple y terrible fallo personal de Pedro, Jesús le confirma en su cargo pastoral universal. Es preciso que se sepa muy bien que la autoridad del papa no depende de su santidad personal, sino únicamente de la investidura de Jesucristo. Fiel a la enseñanza que he recibido, y sin que quepa poner en duda la inmensa gratitud y veneración que siento hacia la persona de Juan XXIII, en cuyo pontificado escribo, también habría reconocido con la misma firmeza en Alejandro VI de Borja la autoridad pastoral del sucesor de Pedro, si hubiera vivido en su época. Eso es también el catolicismo, no hay que mezclar las formas.

Entonces Jesús se levantó y dijo a Pedro que le siguiera. Juan se levantó para ir con ellos. Pedro, al verle, "dijo a Jesús: -Señor, y éste, ¿qué?-. Jesús le dijo: -Si quiero que este se quede hasta que venga yo, ¿a ti qué? Tú sígueme-. Entonces se empezó a decir entre los hermanos que ese discípulo no moriría, pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: "Si quiero que éste se quede hasta que venga yo, ¿a ti qué?".

La estancia en Galilea había dado su fruto. La realidad corporal y la identidad de Jesús consigo mismo tras su resurrección resistían a las viejas costumbres, a la vida cotidiana, a la intensidad de un paisaje luminoso. ¡Qué digo!, Esa realidad y esa identidad se confirmaban hasta convertirse en la más inconmovible de las certidumbres en esos hombres sencillos que nunca habían confundido las cosas.

Todavía en Galilea hubo una nueva aparición a un círculo amplio de discípulos, con los Once en primera fila, por supuesto. Pero esta vez, ya no se trata para Jesús de hacerse reconocer, eso está hecho y bien hecho, sino de definir su propia dignidad y la misión de su Iglesia. Mateo cuenta y vuelve a hallar otra vez más el estilo de epopeya, que, por lo demás, será el estilo de las grandes conquistas apostólicas:

"Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús les había citado. Y cuando le vieron, se Postraron ante él; los mismos que habían dudado. Jesús se acercó y les habló:

-Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Andad a adoctrinar a todos los pueblos,

Bautizándoles en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo,

Y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he encomendado.

Y mirad: yo estoy con vosotros todos los días. hasta el fin del tiempo."

Ahora en...

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