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Laicismo, laicidad y educación

Es un placer tener la ocasión de participar en una mesa redonda de este Congreso de católicos y vida pública para tratar de una cuestión de tanta relevancia en el momento presente como es la referente al laicismo y la educación. Por ello, mi agradecimiento a los organizadores del Congreso.

En efecto, hoy asistimos, al intento, una vez más, de excluir de la vida pública la dimensión religiosa de la persona en aras de la instauración de un pensamiento único de corte nacional-laicista para el que estorba toda mención al Creador y a la trascendencia probablemente porque del cristianismo siempre han surgido los voces más comprometidas con la lucha por la verdad y la justicia, y tantas veces contra el exceso y abuso de poder.

En este sentido, se puede afirmar que a pesar de que la libertad religiosa brilla hoy con luz propia, al menos en el mundo desarrollado, la realidad nos demuestra que todavía persiste un nuevo —y viejo— fundamentalismo: el laicismo.

Es bien sabido que laicidad y laicismo son dos fenómenos y, sobre todo, dos conceptos bien distintos. La laicidad, como sabemos, se apoya en la separación existente entre Iglesia y Estado, de forma y manera que ambas dimensiones tienen su campo de actuación en los ámbitos que les son propios. Su representación constitucional es el modelo de Estado aconfesional. Es decir, no existe una religión oficial del Estado. Pero ello no quiere decir, ni mucho menos, que el Estado deba moverse en una perspectiva beligerante frente a la religión, sino más bien, que el Estado, consciente de que la dimensión religiosa de la persona es una dimensión real que configura el ejercicio de las libertades innatas del ser humano, debe facilitar el pluralismo, también en esta materia, para que los ciudadanos puedan libremente desarrollar su personalidad en sentido completo e integral. El artículo 9.2 de la Constitución manda a los poderes públicos que fomenten la libertad y la igualdad de los ciudadanos y los grupos en que se integran, a la vez que encomienda también a los poderes públicos que eliminen los obstáculos que impidan, o puedan impedir, su cumplimiento.

El laicismo comporta, no un respeto por la plural dimensión espiritual y religiosa de la persona —para quien la quiera desarrollar— sino un ataque sistemático a su dimensión externa. El laicismo impone, qué curioso, que la dimensión religiosa se circunscriba a la conciencia individual de cada persona, todo lo más, a la privacidad y al propio hogar, o quizás, a la sacristía. Prohibido sacar la religión de la casa, del hogar o de la propia intimidad. Realmente, sorprende que en los albores del siglo XXI, nos encontremos con planteamientos de este tipo que, por ejemplo, imponen el silencio frente a la clamorosa realidad de la influencia cristiana en la historia de Europa, que imponen la retirada de los velos de las mujeres islámicas o que, por ejemplo, exigen la inmediata retirada de los crucifijos en las escuelas. Precisamente, a la reciente polémica suscitada en Italia, con este motivo, me referiré a continuación.

Pero, antes una consideración previa. No deja de resultar paradójico que en sociedades mayoritaria y culturalmente cristianas, como puede ser la europea en general y la italiana en particular, nos encontremos con la aspiración de una minoría, que so capa de una trasnochado y rancio laicismo, pretende imponer su visión peculiar del mundo a la mayoría. Repito, llama la atención poderosamente cuando parece que el respeto a la plural y variada expresión de la libertad humana en todas sus dimensiones debería ser algo incontestable. Y, desde la perspectiva del respeto a la identidad cultural propia y a sus símbolos y representaciones, la retirada de crucifijos, por ejemplo, constituye además un atentado a las raíces culturales de la civilización que precisamente ha traído consigo la abolición de la esclavitud, la plenitud de los derechos humanos y, especialmente, la solidaridad y la equidad.

En un pueblo de la región italiana de los Abruzos llamado Ofena un juez, a petición de un conocido activista musulmán, ordenó con carácter urgente la retirada del crucifijo de las clases de la escuela local. La reacción fue masiva: protestas de padres y, prácticamente, la totalidad de los políticos. Curiosamente, las propias asociaciones musulmanas censuraron al promotor de la iniciativa por poca representativa y por buscar protagonismo a través de la provocación.

En verdad, las críticas a la decisión judicial no se hicieron esperar y, sorprendentemente, llegaron desde diferentes frentes. Para unos, la argumentación partía de que el crucifijo no es el distintivo de un determinado credo religioso, sino un símbolo de los valores que están en la base de la identidad italiana. El propio presidente de la República, citando a Benedetto Croce, afirmó: "no podemos no decirnos católicos". La resolución judicial, como era de esperar, se anuló y ahora continúa el curso ordinario del proceso judicial.

En esta cuestión se hallan también discusiones, bien trascendentes, como el alcance de las sentencias judiciales, el problema del gobierno de los jueces o la crispación del ambiente de integración que debe presidir la relación con los inmigrantes. Sin embargo, la clave se encuentra en el significado de un crucifijo colgado en las paredes de una escuela. Pues bien, hoy, en un marco de respeto a la diversidad cultural y religiosa es menester preservar la paz y la cohesión social. Y, desde luego, para ello nada mejor que el respeto a la tradición religiosa y los valores culturales a ella ligados. Intentar romper símbolos de valores mayoritarios que han permitido un mundo mejor y más humano es, además de poco democrático, un factor que desencadena inestabilidad y conflicto.

Con alguna frecuencia se escucha en este tiempo que debe respetarse la autonomía del gobierno para la toma de decisiones. Sólo faltaría, que se respete al gobierno, que se respete a quien discrepa del gobierno: que se respete la libre expresión de las ideas, pues parece que estamos en una democracia que reconoce los derecho humanos, uno de los cuáles es precisamente la libertad de expresión, en otros tiempos proscrita.

Tiene gracia, mucha gracia, que se identifique el derecho de cualquier institución a plantear sus discrepancias como entorpecer la labor de gobierno. Desde luego, no corren buenos tiempos para la libertad entre nosotros, pues cuando los que mandan pretenden identificar la disidencia con la puesta en peligro de los valores democráticos, algo grave, muy grave sucede entre nosotros que es menester denunciar en alta voz.

Empiezan ya a resultar un poco excesivas las admoniciones y llamadas del gobierno a abandonar el espacio público si es que se pretende censurar las medidas dictadas desde el vértice, como si resultara que el espacio público fuese del dominio del poder. Si así fuera, o así se pensara, entonces estaríamos condenando al ostracismo a todos aquellos que, por la razón que fuera, expresaran sus puntos de vista si es que no están en línea con lo políticamente correcto.

Hoy, guste o nó, estamos ante el dominio de lo políticamente correcto. Si, ante un ejercicio del poder en clave unilateral como no se recordaba en mucho tiempo entre nosotros. Se intenta descalificar todo lo que no se alinee en la posición correcta, que se define progresista, y se excomulga a todo aquel que ose expresar opiniones que entren en contradicción con el pensamiento único. Desde la cúpula se exhiben, convenientemente "consensuados", los más variados cerificados de fe en el sistema único para el que se reclama una fe sin fisuras.. Quién sea excluido, que se atenga a sufrir las penas de la condenación por no hacer profesión de lo políticamente correcto y eficaz.

Da la impresión, de que molesta que se les lleve la contraria, que hay repugnancia a todo lo que suponga oposición y libre ejercicio de la libertad de expresión. Sin embargo, ya va siendo hora de que se censure la contínua manifestación de nacional—laicismo que el actual gobierno de España muestra con demasiada frecuencia en un ejercicio de eliminación del pluralismo y de abandono clamoroso de millones de españoles a los que se deja en manos de determinadas minorías, se desnaturalizan instituciones multiseculares sin ni siquiera consultar a la ciudadanía, se autoriza la matanza de embriones atentando contra la opinión de una mayoría relevante de españoles, se entorpece la libertad de educación hasta límites insospechados, se agreden principios constitucionales sin el menor rubor (artículos 16, 27...).

Y, todo ello, en nombre del pluralismo, sí de esa peculiar manera de entender el pluralismo en virtud del cuál si no piensas como el que manda.... Sí, el nacional—laicismo acampa entre nosotros sin que encuentre la resistencia exigible. Hoy se muda el sentido de la institución del matrimonio, mañana se abren las puertas al aborto libre, pasado se autoriza la eutanasia...Se atenta contra la dignidad de la persona humana desde todos los flancos y frentes y sólo, allá en la lejanía, se escucha la voz de un anciano que se rebela ante tanto atropello, ante tanto desmán y ante tanta mentira, una voz que es la única que se levanta ante las injusticias porque representa la coherencia de una institución que, siglo tras siglo, se ha caracterizado por la defensa de los débiles e inocentes: la Iglesia Católica, una institución que seguirá su andadura cuando este gobierno termine su mandato porque la Iglesia tiene un compromiso radical con los derechos fundamentales de la persona en el que lleva luchando nada menos que dos mil años.

Que el laicismo es algo más, mucho más, que una religión parece fuera de dudas a la altura del tiempo en que estamos. No sólo porque dispone de un férreo conjunto de dogmas de rígida observancia para sus seguidores, sino porque, y en esto se distingue de algunas religiones, su machacona obsesión por la persecución de todo lo que huela a católico lleva a situaciones en verdad poco compatibles con la modernidad y la protección de las libertades que tanto predican. Veamos un caso de estos días.

Uno de lo representantes de la tecnoestructura que nos gobierna acaba de afirmar, sin ningún pelo en la lengua, que no se debe rellenar la casilla de la Iglesia católica en la declaración de la renta porque hay que garantizar que estos fondos vayan destinados a fines sociales.

Lo primero que habría que decir es que probablemente sea la Iglesia católica, bien directamente o a través de organizaciones "ad hoc", la institución que en España más se dedica a atender enfermos, pobres, drogadictos y otros excluidos o desfavorecidos. Por tanto, rellenando la casilla de la Iglesia se destina, además, ese 0.52 % a gastos sociales.

Y, en segundo lugar, si se entiende por finalidades sociales únicamente atender las reclamaciones y necesidades de determinadas minorías, entonces sí, entonces no rellene usted la casilla de la Iglesia, porque esta institución lleva sólo dos mil años de trabajo con los enfermos desahuciados, con los pobres que nadie quiere; en fin, con esas personas que sufren. Ahora, lo que está de moda, hay que ver, es facilitar y atender las reclamaciones de las minorías que hacen más ruido y, por cierto, que más resplandecen por su insolidaridad . Esta es la versión moderna de las necesidades sociales que desde la cúpula y el vértice se pretende imponer a una ciudadanía que, afortunadamente, empieza a despertarse de tanto desmán, de tanta arbitrariedad y de tanta apelación a la dictadura de lo políticamente correcto.

El autor francés Max Gallo, conocido por su militancia laica y republicana acaba de conceder una una entrevista a La Vie (25 de septiembre de 2002) muy, pero que muy interesante. El tema central, me parece, se refiere a la compatibilidad entre laicidad, republicanismo y catolicismo. La cuestión cobra especial relevancia porque muchas veces se confunde el laicismo con la laicidad y, en verdad, son cosas muy, pero que muy distintas. El laicismo implica una posición valorativa —contraria— a la religión, convirtiéndose así en una confesión estatal que haría perder al Estado su aconfesionalidad y neutralidad. Por el contrario, si partimos, como debe ser, de la neutralidad religiosa y aconfesionalidad del Estado —laicidad— resulta que, como es lógico y obvio, todas las manifestaciones sociales que regulen la dignidad del ser humano —también las públicas del hecho religioso— son perfectamente compatibles, en un Estado aconfesional y neutral, con la laicidad del Estado y, por ello, tienen la plena legitimidad que, por ejemplo, reconoce positivamente el artículo 16 de la Constitución Española de 1978.

Pues bien, en el mismo sentido Max Gallo señala que "soy laico, republicano y católico". Sería una estupidez contraponer estas identidades. Los que se niegan a vibrar con el recuerdo de Reims y los que leen sin emoción el relato de la fiesta de la Federación no comprenderán jamás la historia de Francia. Mi trabajo de escritor, desde hace algunos años, consiste precisamente en tratar de dar la imagen más completa posible de la diversidad de nuestra historia nacional. Les Chretièns se inscriben en la misma línea que una biografía de Napoleón, de De Gaulle o de Víctor Hugo. Todo esto gira en torno a una interrogación sobre los fundamentos de nuestra colectividad nacional y de la identidad francesa. (...). Más profundamente, frente a todos los fanatismos y a todas las tentaciones sectarias, me parece necesario que nos paremos y dediquemos un tiempo a plantearnos algunas cuestiones fundamentales, espirituales, que afectan al sentido de nuestra vida. A este respecto, el cristianismo me parece que es una religión que trata de evitar las oclusiones, teniendo en cuenta al mismo tiempo la fuerte demanda de espiritualidad de nuestros contemporáneos. Esta religión se apoya en una convicción firme e innovadora: en cada hombre hay algo divino y sagrado. Esta convicción es también la mía".

La laicidad republicana es compatible, pues, con la identidad católica. Un ejemplo más de las bondades del pensamiento compatible y complementario. No lo olvidemos, el laicismo es una de las manifestaciones más ideologizadas que perviven del pensamiento único.

"Laico no es sinónimo de neutral. La Constitución Europea, si bien predica el pluralismo cultural, aplica en realidad un imperialismo constitucional, censurando la apertura a las referencias religiosas presentes en normas constitucionales estatales".

Estas atinadas palabras no han sido escritas ni predicadas por Juan Pablo II ni por ningún obispo o persona del mundo eclesiástico. Se trata de unas agudas reflexiones del profesor Joseph Weiler, catedrático de Derecho Constitucional en Harvard, quién llama la atención sobre la paradoja de que existiendo referencias claras y explícitas al cristianismo en la Constitución de Alemania, Irlanda o Polonia, recuerda que sería incomprensible ausencia de la mención cristiana en la Constitución Europea.

En realidad, tal y como están ahora las cosas, lo que hay es un impresentable intento de imponer el laicismo jacobino amparado en una peculiar manera de entender la intolerancia. ¿Es que resulta que reconocer la realidad es ser intolerante? ¿Es que resulta que hay que pedir disculpas porque las raíces de Europa son cristianas? ¿Es que se debe borrar la historia y reflejar una manera de entender la realidad?

Todos sabemos que, como ha señalado Prodi, una de las raíces esenciales de Europa y uno de los factores de se desarrollo ha sido el cristianismo. Todos sabemos que la historia de Europa y del cristianismo están indisolublemente unidas. Entonces, ¿por qué tantas dificultades e impedimentos para certificar la realidad y reconocer la historia?

En mi opinión, lo que hoy está en juego es la prevalencia del pensamiento abierto y plural. De lo que se trata es de seguir machaconamente instalados en una concepción de la intolerancia antigua. Como señala el judío ortodoxo, Joseph Weiler, con el que comenzaba este artículo:

"No hay tolerancia cuando escondes lo que eres, sino cuando superas la tentación de la coerción. Por este motivo, un judío ortodoxo puede pedir a Europa que no tenga miedo de su pasado y de su identidad cristiana"

Por paradójico que parezca, la protección de la mayoría en las democracias, constituye un problema real de este tiempo que nos ha tocado vivir. No es infrecuente, en modo alguno, que ciertas minorías, por supuesto respetables, se conviertan, debido a sus agudas campañas y a la agresividad que exiben, en auténticos poderes reales que consiguen convencer a los políticos de cuáles deben ser las leyes que deben imperar en cada momento. Y si alguien se atreve a llevarles la contraria, entonces aparece la descalificación personal, la persecución y toda clase de etiquetas. La primera que suele les suele caer a quienes se atreven a disentir del dictado de lo políticamente correcto es la de reaccionario, retrógado y no se cuentas lindezas más. Y, sobre todo, si es la Iglesia Católica quien se atreve a levantar su voz, por favor que hable sólo en el interior de los templos, como si la libertad de expresión ahora resulte que, según quien la ejerza, tenga o nó una determinada configuración.

La protección de la mayorìa en las democracias se plantea, por ejemplo, cuando determinadas convicciones que parecen mayoritarias en España, se laminan por el gobierno, sin siquiera dar la oportunidad de escuchar la voz real y auténtica del pueblo, no la de las domesticadas y sumisas asociaciones afectas al régimen. Y que no se diga que el Parlamento es quien tiene la última palabra porque ello es una falacia pues la historia nos ilustra con más de un caso en que decisiones formalmente democráticas supusieron auténticas atrocidades y latrocinios sin cuento.

La apelación a lo laico en estos días supone, en los términos que algunos la hacen, desconocer el significado de este concepto. Los que se alinean en el partido de la dictadura de lo políticamente correcto manejan un concepto de laicidad en clave de confrontación y enfrentamiento con todo lo que sea o huela a la religión católica. La laicidad del Estado, no el laicismo, que no es más que un viejo fundamentalismo, implica la separación de la Iglesia y del Estado: cada uno tiene un ámbito propio de actuación. Ahora bien esa separación no quiere decir, ni mucho menos, que ambas dimensiones sean tan paralelas que nunca confluyan, puesto que la separación debe entenderse en una clave de pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario, no desde un planteamiento único, cerrado, estático e incompatible. Hay casos, cada vez más, en los que el ámbito estatal y el eclesiástico se encuentran: son los supuestos de afectan a los derechos fundamentales de la persona y las instituciones sociales centrales, en la medida que afectan al bien integral de los ciudadanos.

Exigir a la Iglesia que no hable, que no exprese libremente sus puntos de vista sobre los derechos del hombre o su manera de entender el matrimonio o la libertad educativa es, simplemente, un atropello injustificable en una democracia que debería ser castigado por atentar contra un principio básico del funcionamiento de la democracia. Si resulta, además, que en España la población parece ser mayoritariamente católica, prohibir a la Iglesia que se exprese cómo y dónde quiera, sin más límite que el orden público, es la manifestación de una grave enfermedad de autoritarismo y sectarismo difícilmente compatible con la Constitución española.

La gran pregunta: ¿Cómo se puede defender a la mayorìa del pensamiento único y de la dictadura de lo políticamente correcto?. Quizás, para contestar a esta pregunta, lo que hay que hacer es leer varios preceptos de la Constitución en los que, con toda claridad, se establecen criterios y directrices que son de aplicación a lo que estamos planteando.

Preámbulo: "La nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuántos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de:...(...)proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones..."

Artículo 1.1. "España se constituye en un Estado social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político".

Articulo 9.2. "Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas..."

Artículo 10.1."La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y la paz social".

Artículo 14. "Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión..."

Artículo 16. 1" Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la iglesia católica y las demás confesiones".

Pienso que los gobiernos deben tener en cuenta, como dice la Constitución, las creencias religiosas de los españoles para que las puedan ejercer libremente, no para perseguirlos por defender pública o privadamente sus convicciones. Que a algunos dirigentes les moleste la coherencia de una doctrina que lleva más de dos mil años de vigencia caracterizada, con luces y sombras, por la defensa radical de los derechos de los hombres y las mujeres, especialmente de los que van a ser, de los que son y de los que están a punto de dejar de ser, me parece que no justifica ni ampara la caduca y arcaica expresión del laicismo que hoy, como antaño, pretende ser el reflejo de la modernidad.

Vivimos en un tiempo en el que ciertamente no está de moda expresar las convicciones que uno pueda tener en cualquiera de los distintos ámbitos de la vida. Es más, en nombre de la dictadura de lo políticamente correcto, si uno se atreve a opinar en contra de lo que la tecnoestructura ha definido como lo conveniente y lo eficaz, corre serios peligros de ser etiquetado como persona extraña como mínimo.

En términos generales, la desproporción reinante entre lo que se proclama, lo que se exhibe y la realidad de las cosas, tal y como son, manifiesta una cierta esquizofrenia que, en mi opinión, no es más que la constatación de la crisis en que se encuentran los derechos fundamentales.

Por ejemplo, si uno afirma el derecho a la vida como derecho incondicional, siguiendo la tesis del profesor Kriele, será tachado de intolerante. Si se le ocurre decir que el matrimonio es una institución configurada a lo largo de la historia con una determinada caracterización diferente a las uniones homosexuales, será calificado de discriminador. Hasta si uno osa afirmar que la estabilidad del matrimonio es una condición para el propio equilibrio y la armonía social, enseguida habrá quien le diga que es un retrógrado.

En fin, como está también prohibido hablar del bien y del mal, quizás tengamos que inventar algún calificativo para la violencia doméstica o para definir el terrorismo. Aunque, como todo es posible, resulta que sí, que para unos supuestos se puede emitir certificado de maldad y, sin embargo, para otros, no es conveniente.

En mi opinión, lo que pasa es que hemos erigido en cúpula del pensamiento único al pluralismo y a la tolerancia, y cuando esto ocurre, resulta que el respeto a otras opiniones o convicciones se convierte, como ha señalado Spaeman, en no tener convicciones que hagan posible considerar equivocadas las opuestas. Y, por lo tanto, prohibidas las convicciones; pero sólo para algunos, porque está regla es una convicción también que, además de contravenir la argumentación, coloca a quienes la formulan en una posición de supremacía injustificable en una democracia.

Spaeman ha señalado recientemente que esta perspectiva de la tolerancia, que arrasa la dignidad del ser humano en cuanto que portador de derechos y libertades, trae consigo una dogmatización intolerante del relativismo como cosmovisión predominante que convierte a la persona en sujeto disponible para cualquier tipo de imposición colectiva.

Así las cosas, es menester levantar la voz para que se facilite el derecho a tener y expresar pacíficamente convicciones que, obviamente, estarán o no de acuerdo con una determinada manera de entender la vida, pero que si no atentan precisamente contra la dignidad del ser humana, son legítimas. En el fondo, parece que lo que pasa es que preferimos vivir en un mundo más de valores que de derechos fundamentales. Los valores se ponderan, se elige entre ellos. En cambio los derechos fundamentales de la persona son incondicionales.

Si esto estuviera más claro, no perderían, como hasta ahora, los débiles: los que ni siquiera tiene todavía voz, los que están a punto de dejar de ser o los que son de manera limitada.

Sí, vivimos en una democracia, pero en una democracia que debe fomentar más la libertad de las personas, que debe facilitar más la participación libre; en una democracia que debe colocar, sin prejuicios, a la persona en el centro y pensar en cómo educar mejor a los niños y en como propiciar más escenarios de configuración del espacio público de manera más abierta, más plural y, por ello, más libre.

De lo contrario seguiremos instalados en ese relativismo ramplón del prohibido prohibir, en ese ambiente camaleónico que prima la mediocridad y el todo vale, y en ese sutil vaciamiento de los más elementales aspectos que configuran la centralidad de la condición humana.

Llevamos algún tiempo, para unos poco y para otros mucho, gozando y disfrutando de los derechos y libertades fundamentales. Sabemos, además, que su mera afirmación y reconocimiento, con ser muy importante, no garantiza por si sola su ejercicio cotidiano por los ciudadanos.

Las libertades, aún cuando estén reconocidas, son reales si las conquistamos cada día y cada día las practicamos en la cotidianeidad en un ambiente de creciente solidaridad. Su ejercicio real y diario requiere acostumbrarse y familiarizarse con la tarea personal de comprometerse en su realización.

Conforme pasa el tiempo es lógico que el gusto por el ejercicio de la libertad crezca y que los ciudadanos, por ejemplo, expresen sus opiniones con libertad. Si así es, será porque el propio ambiente general facilita que cada uno no tenga miedo a transmitir sus opiniones y puntos de vista para enriquecer el debate público. Pero puede ocurrir que resulte que sólo se hable con libertad en el ambiente familiar porque en otros contextos—profesionales, sociales, políticos— salirse del carril de lo políticamente correcto puede acarrear dificultades, contrariedades y hasta problemas laborales. Si ello fuera así, el pluralismo sería un sueño y entonces la todopoderosa cúpula tecnoestructural manejaría a su antojo el llamado interés general, al que sólo tiene acceso lo eficaz, lo unilateral y lo vertical.

A veces, expresar sin miedo la propia opinión o el propio criterio es una de las prácticas más reconfortantes de la condición racional del hombre. A veces cuesta más, a veces menos, pero, en cualquier caso, es una manifestación genuina de querer ser libre, de rebelarse pacíficamente contra el aborregamiento que nos domina y contra el servilismo que a tantos gusta. Renunciar a la propia libertad por un puñado de lentejas constituye un episodio recurrente en la vida de los hombres contra el que hay de rebelarse continuamente.

Por sorprendente que parezca, la vieja Europa, vacunada contra los más abyectos e ignominiosos totalitarismos (marxismo y nacional—socialismo) que se han cobrado millones de inocentes, vuelve a ser protagonista de un escenario sombrío de quiebra de los más elementales derechos de la persona.

Sí, no de otra manera puede juzgarse, en mi opinión, los intentos de algunos dirigentes políticos de reservarse en exclusiva el plural y amplio ámbito del espacio público, cuando algunas instituciones, con siglos de existencia a sus espaladas, sale en defensa precisamente de la vida bien sea en su fase inicial, en su desarrollo o en su término.

Convendría recordar a quienes emiten certificados de acceso al espacio público que la libertad de expresión está recogida en las modernas Constituciones y que se reconoce a cualquier persona, por el simple hecho de serlo. Además, hay también algunas Constituciones que señalan que, por ejemplo, que se debe tener presente, como es lógico, la orientación religiosa mayoritaria de la población.

Insisto, negar la libertad de expresión a la Iglesia o a cualquier institución y excluirlas del debate público por llevar la contraria al gobierno es, sencillamente, totalitarismo.. Y, si se hace en virtud de la separación Iglesia—Estado, entonces habrá que recordar, con respeto por supuesto, que ambas dimensiones no son necesariamente compartimentos estancos. Afortunadamente, si por algo se caracteriza a la Iglesia en todo el mundo, con luces y sombras, es por su radical defensa de los excluidos.

Es cierto, no corren buenos tiempos para el pluralismo. Ni en la política, ni en la economía, ni, por lo que me interesa tratar hoy, para la educación. En efecto, algo tan importante como es la educación sigue siendo un objetivo ideológico de quienes siguen teniendo miedo a la libertad.

Me explico. Pareciera que en materia educativa debieran potenciarse modelos de enseñanza que realmente transmitan conocimientos y que, en última instancia, impliquen un compromiso efectivo con la mejora de la realidad. Sin embargo, desde el pensamiento único se ha decidido laminar cualquier intento de "enseñanza diferenciada" y se nos condena al modelo "único", modelo que es objeto preferentemente de las ayudas públicas.

Pienso que en la educación lo determinante es que los alumnos reciban conocimientos sólidos que les habiliten para comportarse en el futuro como ciudadanos con cualidades democráticas responsables. Lógicamente, una sociedad plural y diversa como es la nuestra podrá ofrecer diferentes modelos educativos y serán los padres quienes, en ejercicio de su derecho constitucional, elijan el que consideren, en ejercicio de su derecho constitucional. Si resulta que, por ejemplo, se mutilara la oferta, porque se excluyeran algunos modelos, como es el de escuela de enseñanza separada, entonces estaríamos en presencia de una restricción a un derecho fundamental que juzgo intolerable y desproporcionado porque se impide que los padres, insisto, puedan elegir el modelo educativo apropiado a sus hijos.

No se trata de imponer criterio alguno. Se trata de fomentar el pluralismo y la diversidad. Hoy, la escuela mixta es un dogma. Un dogma porque para muchos el ideal de la escuela mixta es igual a una educación mejor. Pues bien, este dogma, cuando menos es discutible. Por varias razones. Porque la educación diferenciada es mucho más accesible para los alumnos con menos ingresos. Porque resulta que los que proceden de familias con escasos recursos y viven en entornos problemáticos son los que mejoran más sus resultados al asistir a clases sólo para chicos o sólo para chicas. Y, porque, dado que la enseñanza pública es mixta, quienes más podrían beneficiarse de la educación diferenciada son quienes más difícilmente pueden acceder a ella. La clave, repito, es que el Estado cumpla su función de garantizar los derechos y libertades y que, por tanto, se facilite la elección.

La realidad, aunque a algunos no les guste, camina de la mano de la libertad y del pluralismo. En Alemania, desde 1998 varios Länder ofrecen clases de matemáticas en régimen de educación diferenciada. Y, en Australia, dentro de la escuela pública, la Administración pública hubo de aumentar el mero de escuelas diferenciadas para atender a la demanda de las familias.

Sin embargo, en España parece que se sigue enarbolando la bandera de la educación mixta como dogma, sin importar si es o no eficaz y si cercena la libertad. Aquí, incluso se intenta excluir de la financiación pública a los colegios concertados que no sean mixtos en un ejercicio verdaderamente perverso de politizar la educación hasta el paroxismo. La razón: no se puede discriminar en la educación por razón de sexo. Es decir, se piensa que la educación diferenciada discrimina cuando es una opción entre varias. Lo que si discrimina, y no poco, es la exclusión y condena al ostracismo a quienes no entren por el carril único que se impone desde el vértice y la cúpula de la tecnoestructura.

En el fondo, es lo de siempre. El miedo, el pánico de los que mandan a pensar en las necesidades y aspiraciones legítimas de la gente. Lo importante, piensan, es el control social y que cunda esa consigna que tanto gusta a algunos: prohibido pensar y cuidado, mucho cuidado, con las diferencias.

La reciente reforma educativa emprendida por el gobierno me parece, lamento escribirlo, un claro atentado contra el espíritu constitucional. Se que es una afirmación dura, pero cuando se trata de jugar con los principios, criterios o parámetros constitucionales hay que conocer la letra y el espíritu de nuestra Carta Magna.

Ni mucho menos, hasta ahí podíamos llegar, pretendo que mi comentario sea la interpretación auténtica o la única interpretación. No estoy tan loco como para pontificar sobre estos temas porque, por esencia, son opinables y como tales los expongo.

Vamos a ver. Si la libertad es un valor superior del Ordenamiento jurídico, ¿Por qué su ejercicio—opción por una religión confesional—es de peor condición que su alternativa —hecho religioso no confesional—?. ¿Es que ejercer la libertad se penaliza tanto como que esa asignatura, que es el objeto de la transmisión del conocimiento de los profesores, no pueda ser evaluada?.Sorprendente, si uno ejerce su libertad, se encuentra que el objeto de su elección es de menor categoría.

El artículo 16, como es sabido, tras reconocer la libertad religiosa, señala que los poderes públicos debe tener presente las convicciones religiosas de los ciudadanos. Justo lo contrario de lo que está haciendo un gobierno que, no contento con ello, se lanza a saco a alterar, a su favor, el sistema de nombramientos de terminados cargos del poder judicial para, así, asegurarse el poder ejecutivo y el judicial en las mismas manos. Precisamente lo que condenaba Montesquieu y Locke como ejercicios arbitrarios del poder.

¿Cómo es posible que diciendo lo que dice el artículo 16 de la Constitución, y el 27, y el 9.2 y el 10.1...se esté haciendo lo que se está haciendo?. Sencillamente, ha dicho alguien que, es nuestro compromiso electoral. Curioso argumento que probablemente, como algunas de las lindezas que este gobierno regala a los ciudadanos, trae su causa del nacional-laicismo imperante en la cúpula. Claro que si se sigue el uso alternativo de la Constitución, entonces la Constitución no dice lo que dice, sino lo que el gobierno de turno pretende que diga en un ejercicio del más rancio imperialismo constitucional.

Las estadísticas señalan que tres de cada cuatro alumnos piden libremente la clase de religión. Si esto es así, ¿en virtud de que argumento democrático se puede orillar el derecho de una mayoría como la descrita condenando la asignatura de religión a una existencia lánguida?. Una respuesta podría ser que esta es la manera de atacar a la mayoría por parte un gobierno que prefiere instalarse en el odio, el resentimiento, justo lo contrario de lo que vino a solucionar la Constitución de 1978. ¿Por qué, insisto, volver a abrir viejas heridas, por qué recrear fantasmas del pasado?, ¿Por qué no nos dedicamos a respetar las convicciones de la gente, sean las que sean—siempre en el marco democrático— y a mirar hacia delante?. Atacar a una institución que, con luces y sombras, lleva más de dos mil años de historia y que presenta la ejecutoria más prestigiosa en lo que se refiere a la preocupación real por los excluidos de este mundo, es, imprudente y sectario.

Confieso que nunca me han gustado las soluciones únicas a los problemas sociales. Sobre todo porque son propias de sistemas y modelos en los que no hay libertad, ni pluralismo, ni diversidad. Simplemente, hay unos, los que están en el poder, sea cual sea su naturaleza, que dicen y pregonan la única verdad posible.

Por ejemplo, me llama mucho la atención que en algunos países que gozan de democracia, se afirme categóricamente que el único modelo educativo que promueve la igualdad es el público que, no se sabe porqué, sólo puede ser mixto. Quienes así discurren entienden que lo público por ser público y por estar en manos públicas constituye la fuente de todas las bondades, entre ellas la de la igualdad. Esto se llama pensamiento único, carril único, educación única..Entonces, si resulta, así parece, que el rendimiento escolar es superior en la llamada educación diferenciada, entonces se dirá en tono amenazante, a la vez que se ponen en cuestión ciertas subvenciones, que no interesan modelos egoístas que se agotan en si mismos obsesionados con las calificaciones y huérfanos de solidaridad social e igualdad.

Otro dogma de carril único: solo se subvenciona lo público tal y como lo configura el que manda. Peculiar forma de volver al totalitarismo que encierran todas las versiones de partido único al prohibir las diferencias, esas diferencias que generan desorden y falta de armonía, y atentando obviamente contra el pluralismo propio de un sistema democrático. A la vez, se ningunea un principio democrático como es la libertad de enseñanza, que no solo se debe tolerar, sino que se debe promover desde el poder, salvo que se aspire a modelos de conducta uniformes, sin capacidad crítica, sumisos y dóciles con el vértice y la cúpula.

Por ejemplo, ¿por qué no se pregunta a los ciudadanos de vez en cuando, que no pasa nada, por cuestiones como a qué colegios quieren enviar los padres a sus hijos?. No se pregunta porque todavía, en términos generales, la burocrática y tecnoestructural Europa tiene miedo a la diversidad, al pluralismo, a la libertad, justamente a los valores que en su origen la hicieron grande. Es bueno, de vez en cuando consultar a la gente sobre temas centrales preguntando, sin trampa ni cartón, sobre lo que opinan de temas cómo la libertad de educación, la necesidad de emprender determinadas reformas del ordenamiento jurídico, la equiparación del matrimonio a otras uniones entre personas, la eutanasia, el aborto...Preguntar al pueblo es un saludable ejercicio de civismo y salud democrática. No hacerlo con la frecuencia que dicte la prudencia o, simplemente, no hacerlo, es socavar los pilares del edificio democrático.

Todavía no entiendo muy bien, o quizás sí, la alergia que a muchos produce el artículo 27 de la Constitución española de 1978 que, sólo en tres ocasiones, reconoce la libertad educativa. A saber: en el epígrafe 1 "se reconoce la libertad de enseñanza", en el 2 se puede leer": la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales". Y, por si fuera poco el parágrafo 3 establece "que los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones".

Es decir, los poderes públicos en materia educativa están para facilitar la libertad. No para restringirla o limitarla irracionalmente. Quizás por ello, el Tribunal Supremo acaba de dar un fuerte varapalo a una Comunidad Autónoma que decidió unilateralmente reducir aulas en un colegio concertado aludiendo problemas económicos. Curioso, cuando resulta que el Supremo recuerda en este caso, supresión de seís aulas, que una decisión de tal naturaleza "afecta directamente al derecho fundamental a la educación y al derecho de los padres a elegir la enseñanza que quieren para sus hijos", precepto que es constitucional y que, por tanto vincula a los poderes públicos. Esto es, los poderes públicos deben garantizar este derecho(artículo 27.3), para lo que deben, artículo 9.2 también de la Constitución, remover los obstáculos que impidan su ejercicio efectivo.

Pues bien, en el caso presente, la Comunidad Autónoma contraviene frontalmente la Constitución al obstaculizar el ejercicio de un derecho fundamental. Es más, el derecho fundamental, sin ser absoluto, no puede ser de peor condición que el derecho de la Administración educativa a planificar la educación. Cuando así ocurre, nos encontramos con una clara violación, insisto, de un derecho fundamental.

Comprendo que los enemigos de las libertades traten a toda costa de ampararse en la burocracia o en las razones económicas para eliminar el derecho de los padres a elegir el centro que deseen para sus hijos. Pero, lo que ya me parece más grave es intentar explicar estas laminaciones o reducciones desproporcionadas a partir de los medios personales o materiales con que cuenta la Administración. La clave está en que la Administración está en función de los derechos fundamentales de las personas, no los derechos fundamentales de las personas en función de los deseos de los que manden en cada momento en la Administración.

Hemos de saludar sentencias como la presente que lo único que hacen, por otra parte, es aplicar la Constitución a la realidad. Si por tres veces el artículo 27 trata de la libertad, por algo será, quizá no para alimentar autoritarias decisiones ancladas en planteamientos ideológicos que ya se debían haber superado al la altura del tiempo en que estamos.

Es bien sabido que, desde hace tiempo, mucho tiempo, campa a sus anchas esa periclitada idea de que el Estado es el educador natural de las personas y que, como encarna el ideal ético —al decir de HEGEL— guerra a lo privado y a todo lo que pueden alterar la neutralidad laica que reside en el "santa sanctorum" del monopolio oficial. Siguiendo con el cuento, se señala que la enseñanza pública es la única que merece financiarse. Es decir, que viva el pensamiento único y muerte —es una forma de escribir —a la pluralidad, a las diferencias y a todo lo que sea salirse de la uniformidad, la homogeneidad y el monolitismo.

Pues bien, en este contexto, nada menos que en la cuna del republicanismo laico, Francia, aparece un libro titulado "Las trampas de la enseñanza mixta" escrita por un experto en educación, Michel FIZE, que, en mi opinión, proporciona una brizna de aire limpio en este aburrido y plano discurso monocolor —parecido al que brilla en numerosas estructuras tecnocratizadas— que merece la pena reavivar.

En efecto, frente al dogma de la coeducación, que, por cierto, se mantiene a pesar de los índices de fracaso escolar que ha cosechado, se levanta la voz de FIZE, quien tiene la osadía de proponer, en el marco coeducativo que nos preside, abrir clases diferenciadas —en la escuela pública —en función de las necesidades de los alumnos. Sencillamente: pensar en los alumnos y actuar en consecuencia. ¿Por qué?. Porque, lo siento pero es así, la coeducación no ha conseguido instaurar ni la igualdad de sexos ni la igualdad de oportunidades. Por el contrario, crece el fracaso escolar. Por ello, según este experto, hemos de terminar con el mito de que la escuela mixta es buena para todo y para todos.

Reconozco que a mí nunca me ha gustado lo plano, lo homogéneo ni las soluciones únicas. Quizás por ello me llama la atención la valentía de quienes desafían a ese rentable miedo a la libertad que hoy distingue la mediocre puesta en escena de tantas políticas educativas.

Hoy el problema, según los entendidos, junto al fracaso escolar es la indisciplina que reina en la escuela pública. Insisto, la educación pública está todavía lejos, me parece, de alcanzar la igualdad de oportunidades y de transmitir efectivamente los valores ciudadanos fundamentales en el respeto y la tolerancia. Hoy, tendríamos que preguntarnos si la solución que dio la Administración educativa a la universalización escolar para sortear los obvios problemas materiales y operativos, debe mantenerse. Hoy, como señala FIZE, debe certificarse la realidad, aunque sea políticamente incorrecta: en Francia, en la enseñanza general, el 82, 4 de los alumnos de letras son chicas, y el 92, 4 de los alumnos de ciencias y técnicas industriales, son chicas. Y, en la Formación profesional, ni las chicas van a mecánica del automóvil, ni los chicos se matriculan en secretariado. Quizás sea por algo, no lo sé.

En este contexto, no deja de sorprender que se siga defendiendo, en nombre de la neutralidad laica —que en la práctica es el más furibundo fundamentalismo—, que no caben ni las diferencias ni nada que rompa la "sacrosanta" solidez del monopolio.

Sin embargo, en los albores del siglo XXI, ¿Cómo es posible que no se tengan en cuenta los diferentes ritmos de madurez y de asimilación intelectual de chicos y chicas, tal y como la realidad nos regala continuamente?. ¿Cómo es posible que todavía confundamos igualdad con igualitarismo?, ¿cómo es posible que se siga diciendo que la coeducación está en la naturaleza de las cosas?, ¿cómo se explica, por ejemplo, que en algunos países anglosajones esté demostrado que las chicas de medios escolarizados en centros diferenciados, obtengan mejores resultados que en los centros no-diferenciados?

Cuándo en tantos aspectos de las diferentes políticas resulta que el pluralismo, la dinamicidad, la apertura y la complementariedad son las nuevas características que deben distinguirlas, ¿por qué en la educación seguimos presos del dogma y del miedo a la libertad.

La multisecular tensión entre libertad e intervención, entre los derechos fundamentales y el control político, la encontramos en el presente y entre nosotros quizás con demasiada frecuencia. Al menos desde el 14—M, como cabía esperar, se han afinado los instrumentos de control y asalto a la sociedad y las intromisiones e interferencias empiezan a provocar los primeros conflictos.

En el ámbito educativo, en los últimos meses, como ya he señalado anteriormente, nos encontramos con varias sentencias de Tribunales Superiores de Justicia que han anulado varios intentos de Administraciones socialistas de socavar y restringir desproporcionadamente la libertad educativa a pesar de lo que establece la Constitución y la legislación vigente al respecto.

Ahora, con brevedad, me voy a referir a una sentencia de octubre pasado del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía que condenó a la Junta a aumentar el número de plazas en un colegio concertado privado para responder a la demanda de familias que eligieron dicho centro.

El caso demuestra hasta que punto determinadas Administraciones piensan que por concertar algunos centros ya tiene sobre ellos un poder y control equiparable a los centros públicos. Y por ello, la propia Administración, casi siempre amparada en razones económicas o de administrativización de la selección, decide, nada más y nada menos, limitar, o a veces eliminar, el derecho constitucional de los padres a elegir el colegio que desean para sus hijos.

La cuestión, a mi juicio, es sumamente grave porque la Administración está, artículo 9.2 de la Constitución, para promover y hacer posible el ejercicio de la libertad y la igualdad a todos, por lo que, desde este punto de vista se entiende muy bien que el propio Tribunal de Andalucía pueda señalar que en el caso que nos ocupa "la Administración pasa de ser garante del derecho de los padres a que sus hijos reciban una formación religiosa y moral que esté de acuerdo sus convicciones, a obstáculo que se interpone entre el centro y los padres, y que impide el derecho fundamental".

La Administración tampoco garantiza el derecho fundamental, dice el Tribunal, ofertando otros centros a los padres, ya que "no reunían los requisitos académicos y religiosos a los que aspiraban los padres" y, por tanto impide, insisto, el ejercicio del derecho constitucionalmente reconocido.

Me temo que mientras se siga intentando controlar a la sociedad y dificultando la iniciativa privada en el área educativa, tendremos muchos casos parecidos. Ahora bien, si seguimos teniendo una justicia independiente, no pasará nada, porque siempre el derecho fundamental de la persona prevalecerá sobre la pretensión, cuando así sea, de control del aparato público.

No es infrecuente, ni mucho menos, toparse con configuraciones del espacio público con pretensiones de unilateralidad y de pensamiento único. Me refiero, hoy, al caso de esa peregrina y falsa argumentación que en nombre de lo laico expulsa y excluye la dimensión espiritual del amplio y abierto espacio de la deliberación pública.

Quienes así piensan, además de ser poco originales y un poco antiguos, desconocen que el pluralismo es una de las notas que caracterizan la realidad. Les guste o nó, la realidad es como es y admite una amplia gama de aspectos que deben ser, todos ellos, tenidos presentes. La separación de la Iglesia y el Estado, por ejemplo, no significa, ni mucho menos, que la dimensión religiosa deba transitar únicamente por el carril de la conciencia individual, todo lo más, según algunos, por los estrechos cauces de la sacristía o del templo. No, la condición plural de la realidad significa que el aspecto religioso y el temporal, que son cuestiones autónomas, ofrecen dimensiones complementarias cuando de la defensa de la dignidad se trata.

En el andadero y abierto campo de la integral y plural dimensión social de la realidad, la religión también aspira a tener su papel pues no se puede negar, silenciar o ocultar la connotación religiosa de la persona. Por eso, el debate público, si es democrático, debe estar abierto a la pluriforme y variada realidad social.

Sin embargo, en Europa hoy asistimos a una sutil agresión a la libertad al intentar ignorar el hecho religioso como un elemento más del debate público. El Estado debe respetar las creencias de los ciudadanos. Más todavía, debe hacer posible que cada persona se desarrolle libremente y, por ello, debe fomentar el libre ejercicio de las diferentes prácticas religiosas.

Desconocer o ignorar, por ejemplo, lo que ha aportado el cristianismo a Europa, es olvidar que la dignidad humana, la libertad, el sentido de lo universal, la universidad o las obras de solidaridad tienen su origen y principio, como está archidemostrado, en la doctrina cristiana.

Así las cosas, es menester defender un espacio público abierto, plural, en el que quepan todas las dimensiones de la realidad. Intentar eliminar de un plumazo la historia y la lucha por las libertades, además de que es imposible, implica encerrarse en ese peligroso mundo de lo único y unilateral, hoy tan de moda en nuestro país.

Parte integrante de la lucha por las libertades es la libertad de escuela: la libre elección de escuela para todos los padres de alumnos. Libertad, bien lo sabemos, que no goce hoy de mucho prestigio, quizás porque es una de las libertades, que ni a la derecha ni a la izquierda, suele hacerles mucha gracia precisamente porque encauza las iniciativas sociales genuinas y abre el pétreo interés público a la luz de la vitalidad de lo real.

El debate sobre el modelo educativo ha caído, así, en las garras de los enemigos de la libertad, entregándose a un férreo control e intervención que acaba cercenando las legítimas expectativas de quienes desean el pluralismo y, lo que es más grave, taponando, una y otra vez, la ingenua —así la llaman— libre elección de centro educativo.

En Australia, en tiempos reducto seguro para los defensores del pensamiento único también en este campo, algo está cambiando. Desde que el liberal Howard llegara al Gobierno, se levantaron, poco a poco, las pesadas restricciones que gravaban la libertad educativa y, así, paulatinamente, empiezan ya a escoger escuela para los suyos. ¿Por qué?, ¿Por qué va a ser?. Porque resulta que los padres australianos han caído en la cuenta de que la escuela privada es, en términos generales, mejor que la pública en lo que se refiere a formación moral, educación diferenciada; en una palabra, en proporcionar un esmerado ambiente atención personalizada.

Por ello, la educación privada comenzó también a recibir financiación pública, eso si, siempre que cumpliesen una serie de requisitos fijados por las autoridades educativas de los Estados. Desde que Howard gobierna, la educación privada ha crecido un 13% porque los padres, repito, buscan ayuda para transmitir a sus hijos ideales y principios éticos y porque la educación diferenciada también permite el libre e integral desarrollo de los alumnos en muchas dimensiones. La escuela privada tiene libertad para señalar el ethos por el que se rige el centro, mientras que la pública sólo se rige por los resultados académicos.

En fin, quienes todavía sostienen en la teoría que el Estado es el educador natural y por antonomasia, son los que llevan a sus hijos a la escuela privada. Esto es un algo muy antiguo que hoy apenas tiene defensores solventes. Hoy, en un mundo abierto, plural, dinámico y complementario, se debe financiar lo que la sociedad considera bueno. Además, no se olvide que en Australia el gasto público por alumno en la escuela privada sólo alcanza el 48%. El resto de los 1.300 millones de dólares, lo consigue la libertad articulada de los ciudadanos.

En un tiempo de incertidumbre, dominio de lo mediático, consumismo y baja intensidad del pensamiento crítico, conviene subrayar la centralidad y radicalidad de los derechos humanos y de la dignidad personal como valores que preceden al poder y al Estado. Sabemos, y muy bien, que los derechos humanos no los crea el Estado ni los otorgan discrecionalmente los gobernantes: son derechos y libertades innatos al hombre y, por lo tanto, no sólo deben ser respetados por el legislador y el gobierno, sino promovidos por los poderes públicos y los privados. Tienen la configuración jurídica de valores superiores del Ordenamiento y deben inspirar el entero conjunto del Derecho positivo.

Son derechos que derivan de la dignidad del ser humano y fundamentan la propia condición personal. Son, por ello, intocables, inviolables, indisponibles para legisladores y gobiernos. Son valores que nadie puede ni debe manipular, que nadie puede, ni debe, violentar. Así, es claro, se garantiza la esencial igualdad de todos los hombres y se evita el racismo, la xenofobia, el fascismo, los totalitarismos todos.

No hace mucho asistimos sobrecogidos a los horrores del nazismo y de su concepción racista basada en la quiebra absoluta del predominio universal de los derechos humanos. Hoy, en los inicios de un nuevo siglo en el que el horizonte se vislumbra con tonalidades oscuras y ciertamente tenebrosas, estamos dominados por la dictadura de lo correcto y eficaz, tenemos miedo a la verdad, tenemos miedo a la libertad solidaria y vivimos casi presos del dogma mediático y de los sacerdotes de esa tecnoestructura que reparte a diestro y siniestro certificados de admisión al espacio público. En este ambiente, y a pesar de los pesares, debe levantarse la voz a favor de la incondicionalidad e indisponibilidad de los derechos humanos porque incluso los que afectan a la vida de las personas, están siendo duramente violados. Es el caso lento, constante, de la clonación de embriones, de la conservación de fetos con finalidades de investigación, de toda suerte de experiencias de ingeniería genética para predeterminar a la carta seres humanos, en los que se busca, más o menos directamente, la quiebra de la dignidad inviolable e igual de todas las personas, eso sí, acompañada de pingues beneficios para unos pocos que han sabido comprar los buenos sentimientos de tanta gente de bien.

Insisto, los derechos humanos son incondicionales. Tienen el carácter que Kriele predicaba de ciertos derechos que fundamentan el entero edificio jurídico. Incondicionales quiere decir lo que quiere decir. Ni más ni menos. Si empezamos a invocar buenos fines para justificar lo injustificable, estamos abriendo el camino a la posibilidad de manejar a nuestro antojo lo que nos identifica como seres humanos, a un mundo sin principios, sin defensa para los débiles; en definitiva, a un mundo inhumano en el que unos pocos quieren el mando a toda costa. Si no se reacciona, nos acostumbraremos a esos monstruos que mañana nos devorarán.

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