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Capítulo Segundo.- A las Fuentes de la Reconciliación

En la luz de Cristo reconciliador

7. Como se deduce de la parábola del hijo pródigo, la reconciliación es un don de Dios, una iniciativa suya. Mas nuestra fe nos enseña que esta iniciativa se concreta en el misterio de Cristo redentor, reconciliador, que libera al hombre del pecado en todas sus formas. El mismo S. Pablo no duda en resumir en dicha tarea y función la misión incomparable de Jesús de Nazaret, Verbo e Hijo de Dios hecho hombre.

También nosotros podemos partir de este misterio central de la economía de la salvación, punto clave de la cristología del Apóstol. «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo —escribe a los Romanos— mucho más, reconciliados ya, seremos salvos en su vida. Y no solo reconciliados, sino que nos gloriamos en Dios Nuestro Señor Jesucristo, por quien recibimos ahora la reconciliación».[22] Puesto que «Dios nos ha reconciliado con sí por medio de Cristo», Pablo se siente inspirado a exhortar a los cristianos de Corinto: «Reconciliaos con Dios».[23]

De esta misión reconciliadora mediante la muerte en la cruz hablaba, en otros términos, el evangelista Juan al observar que Cristo debía morir «para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos».[24]

Pero S. Pablo nos permite ampliar más aún nuestra visión de la obra de Cristo a dimensiones cósmicas, cuando escribe que en Él, el Padre ha reconciliado consigo todas las criaturas, las del cielo y las de la tierra.[25] Con razón se puede decir de Cristo redentor que «en el tiempo de la ira ha sido hecho reconciliación»[26] y que, si Él es «nuestra paz»[27] es también nuestra reconciliación.

Con toda razón, por tanto, su pasión y muerte, renovadas sacramentalmente en la Eucaristía, son llamadas por la liturgia «Sacrificio de reconciliación»:[28] reconciliación con Dios, y también con los hermanos, puesto que Jesús mismo nos enseña que la reconciliación fraterna ha de hacerse antes del sacrificio.[29]

Por consiguiente, partiendo de estos y de otros autorizados y significativos lugares neotestamentarios, es legítimo hacer converger las reflexiones acerca de todo el misterio de Cristo en torno a su misión de reconciliador.

Una vez más se ha de proclamar la fe de la Iglesia en el acto redentor de Cristo, en el misterio pascual de su muerte y resurrección, como causa de la reconciliación del hombre en su doble aspecto de liberación del pecado y de comunión de gracia con Dios.

Y precisamente ante el doloroso cuadro de las divisiones y de las dificultades de la reconciliación entre los hombres, invito a mirar hacia el mysterium Crucis como al drama más alto en el que Cristo percibe y sufre hasta el fondo el drama de la división del hombre con respecto a Dios, hasta el punto de gritar con las palabras del Salmista: «Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?»,[30] llevando a cabo, al mismo tiempo, nuestra propia reconciliación.

La mirada fija en el misterio del Gólgota debe hacernos recordar siempre aquella dimensión «vertical» de la división y de la reconciliación en lo que respecta a la relación hombre-Dios, que para la mirada de la fe prevalece siempre sobre la dimensión «horizontal», esto es, sobre la realidad de la división y sobre la necesidad de la reconciliación entre los hombres. Nosotros sabemos, en efecto, que tal reconciliación entre los mismos no es y no puede ser sino el fruto del acto redentor de Cristo, muerto y resucitado para derrotar el reino del pecado, restablecer la alianza con Dios y de este modo derribar el muro de separación[31] que el pecado había levantado entre los hombres.

La Iglesia reconciliadora

8. Pero como decía San León Magno hablando de la pasión de Cristo, «todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también en la eficacia de lo que él realiza en el presente».[32]

Experimentamos la reconciliación realizada en su humanidad mediante la eficacia de los sagrados misterios celebrados por su Iglesia, por la que Él se entregó a sí mismo y la ha constituido signo y, al mismo tiempo, instrumento de salvación.

Así lo afirma San Pablo cuando escribe que Dios ha dado a los apóstoles de Cristo una participación en su obra reconciliadora. «Dios —nos dice— ha confiado el misterio de la reconciliación ... y la palabra de reconciliación».[33]

En las manos y labios de los apóstoles, sus mensajeros, el Padre ha puesto misericordiosamente un ministerio de reconciliación que ellos llevan a cabo de manera singular, en virtud del poder de actuar «in persona Christi». Mas también a toda la comunidad de los creyentes, a todo el conjunto de la Iglesia, le ha sido confiada la palabra de reconciliación, esto es, la tarea de hacer todo lo posible para dar testimonio de la reconciliación y llevarla a cabo en el mundo.

Se puede decir que también el Concilio Vaticano II, al definir la Iglesia como un «sacramento, o sea signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano», —y al señalar como función suya la de lograr la «plena unidad en Cristo» para «todos los hombres, unidos hoy más íntimamente por toda clase de relaciones»—[34] reconocía que la Iglesia debe buscar ante todo llevar a los hombres a la reconciliación plena.

En conexión íntima con la misión de Cristo se puede, pues, condensar la misión —rica y compleja— de la Iglesia en la tarea —central para ella— de la reconciliación del hombre: con Dios, consigo mismo, con los hermanos, con todo lo creado; y esto de modo permanente, porque —como he dicho en otra ocasión— «la Iglesia es por su misma naturaleza siempre reconciliadora».[35]

La Iglesia es reconciliadora en cuanto proclama el mensaje de la reconciliación, como ha hecho siempre en su historia desde el Concilio apostólico de Jerusalén[36] hasta el último Sínodo y el reciente Jubileo de la Redención. La originalidad de esta proclamación estriba en el hecho de que para la Iglesia la reconciliación está estrechamente relacionada con la conversión del corazón; éste es el camino obligado para el entendimiento entre los seres humanos.

La Iglesia es reconciliadora también en cuanto muestra al hombre las vías y le ofrece los medios para la antedicha cuádruple reconciliación. Las vías son, en concreto, las de la conversión del corazón y de la victoria sobre el pecado, ya sea éste el egoísmo o la injusticia, la prepotencia o la explotación de los demás, el apego a los bienes materiales o la búsqueda desenfrenada del placer. Los medios son: el escuchar fiel y amorosamente la Palabra de Dios, la oración personal y comunitaria y, sobre todo, los sacramentos, verdaderos signos e instrumentos de reconciliación entre los que destaca —precisamente bajo este aspecto— el que con toda razón llamamos Sacramento de reconciliación o de la Penitencia, sobre el cual volveremos más adelante.

La Iglesia reconciliada

9. Mi venerado Predecesor Pablo VI ha tenido el mérito de poner en claro que, para ser evangelizadora, la Iglesia debe comenzar mostrándose ella misma evangelizada, esto es, abierta al anuncio pleno e íntegro de la Buena Nueva de Jesucristo, escuchándola y poniéndola en práctica.[37] También yo, al recoger en un documento orgánico las reflexiones de la IV Asamblea General del Sínodo, he hablado de una Iglesia que se catequiza en la medida en que lleva a cabo la catequesis.[38]

Dado que también se aplica al tema que estoy tratando, no dudo ahora en volver a tomar la comparación para reafirmar que la Iglesia, para ser reconciliadora, ha de comenzar por ser una Iglesia reconciliada. En esta expresión simple y clara subyace la convicción de que la Iglesia, para anunciar y promover de modo más eficaz al mundo la reconciliación, debe convertirse cada vez más en una comunidad (aunque se trate de la «pequeña grey» de los primeros tiempos) de discípulos de Cristo, unidos en el empeño de convertirse continuamente al Señor y de vivir como hombres nuevos en el espíritu y práctica de la reconciliación.

Frente a nuestros contemporáneos —tan sensibles a la prueba del testimonio concreto de vida— la Iglesia está llamada a dar ejemplo de reconciliación ante todo hacia dentro; por esta razón, todos debemos esforzarnos en pacificar los ánimos, moderar las tensiones, superar las divisiones, sanar las heridas que se hayan podido abrir entre hermanos, cuando se agudiza el contraste de las opciones en el campo de lo opinable, buscando por el contrario, estar unidos en lo que es esencial para la fe y para la vida cristiana, según la antigua máxima: In dubiis libertas, in necessariis unitas, in omnibus caritas.

Según este mismo criterio, la Iglesia debe poner en acto también su dimensión ecuménica. En efecto, para ser enteramente reconciliada, ella sabe que ha de proseguir en la búsqueda de la unidad entre aquellos que se honran en llamarse cristianos, pero que están separados entre sí —incluso en cuanto Iglesias o Comuniones— y de la Iglesia de Roma. Esta busca una unidad que, para ser fruto y expresión de reconciliación verdadera, no trata de fundarse ni sobre el disimulo de los puntos que dividen, ni en compromisos tan fáciles cuanto superficiales y frágiles. La unidad debe ser el resultado de una verdadera conversión de todos, del perdón recíproco, del diálogo teológico y de las relaciones fraternas, de la oración, de la plena docilidad a la acción del Espíritu Santo, que es también Espíritu de reconciliación.

Por último, la Iglesia para que pueda decirse plenamente reconciliada, siente que ha de empeñarse cada vez más en llevar el Evangelio a todas las gentes, promoviendo el «diálogo de la salvación»,[39] a aquellos amplios sectores de la humanidad en el mundo contemporáneo que no condividen su fe y que, debido a un creciente secularismo, incluso toman sus distancias respecto de ella o le oponen una fría indiferencia, si no la obstaculizan y la persiguen. La Iglesia siente el deber de repetir a todos con San Pablo: «Reconciliaos con Dios».[40]

En cualquier caso, la Iglesia promueve una reconciliación en la verdad, sabiendo bien que no son posibles ni la reconciliación ni la unidad contra o fuera de la verdad.

Notas

[22] Rom 5, 10 s.; cf. Col 1, 20-22.

[23] 2 Cor 5, 18. 20

[24] Jn 11, 52.

[25] Cf. Col 1, 20

[26] Cf. Eclo 44, 17.

[27] Cf. Ef 2, 14.

[28] Plegaria eucarística III.

[29] Cf. Mt 5, 23 s.

[30] Mt 27, 46; Mc 15, 34; Sal 22 [21], 2.

[31] Cf. Ef 2, 14-16.

[32] San León Magno, Tractatus 63 (De passione Domini 12). 6: CCL 138/A, 386.

[33] 2 Cor 5, 18 s.

[34] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

[35] «La Iglesia es por su misma naturaleza siempre reconciliadora, ya que transmite a los demás el don que ella ha recibido, el don de ser perdonada y hecha una misma cosa con Dios»: Juan Pablo II, Discurso en Liverpool (30 de mayo 1982), 3: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 6 de junio de 1982, p. 13.

[36] Cf. Act 15, 2-33.

[37] Cf. Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 13: AAS 68 (1976), 12 s.

[38] Cf. Juan Pablo II, Exhort Ap. Catechesi tradendae, 24: AAS 71 (1979), 1297.

[39] Cf. Pablo VI, Encíc. Ecclesiam suam: AAS 56 (1964), 609-659.

[40] Cf. 2 Cor 5, 20.

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