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Capítulo Tercero.- La Iniciativa de Dios y el Ministerio de la Iglesia
10. Por ser una comunidad reconciliada y reconciliadora, la Iglesia no puede olvidar que en el origen mismo de su don y de su misión reconciliadora se halla la iniciativa llena de amor compasivo y misericordioso del Dios que es amor[41] y que por amor ha creado a los hombres;[42] los ha creado para que vivan en amistad con Él y en mutua comunión.
La reconciliación viene de Dios
Dios es fiel a su designio eterno incluso cuando el hombre, empujado por el Maligno[43] y arrastrado por su orgullo, abusa de la libertad que le fue dada para amar y buscar el bien generosamente, negándose a obedecer a su Señor y Padre; continúa siéndolo incluso cuando el hombre, en lugar de responder con amor al amor de Dios, se le enfrenta como a un rival, haciéndose ilusiones y presumiendo de sus propias fuerzas, con la consiguiente ruptura de relaciones con Aquel que lo creó. A pesar de esta prevaricación del hombre, Dios permanece fiel al amor. Ciertamente, la narración del paraíso del Edén nos hace meditar sobre las funestas consecuencias del rechazo del Padre, lo cual se traduce en un desorden en el interior del hombre y en la ruptura de la armonía entre hombre y mujer, entre hermano y hermano.[44] También la parábola evangélica de los dos hijos —que de formas diversas se alejan del padre, abriendo un abismo entre ellos— es significativa. El rechazo del amor paterno de Dios y de sus dones de amor está siempre en la raíz de las divisiones de la humanidad.
Pero nosotros sabemos que Dios «rico en misericordia»[45] a semejanza del padre de la parábola, no cierra el corazón a ninguno de sus hijos. Él los espera, los busca, los encuentra donde el rechazo de la comunión los hace prisioneros del aislamiento y de la división, los llama a reunirse en torno a su mesa en la alegría de la fiesta del perdón y de la reconciliación.
Esta iniciativa de Dios se concreta y manifiesta en el acto redentor de Cristo que se irradia en el mundo mediante el ministerio de la Iglesia.
En efecto, según nuestra fe, el Verbo de Dios se hizo hombre y ha venido a habitar la tierra de los hombres; ha entrado en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí.[46] Él nos ha revelado que Dios es amor y que nos ha dado el «mandamiento nuevo»[47] del amor, comunicándonos al mismo tiempo la certeza de que la vía del amor se abre a todos los hombres, de tal manera que el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal no es vano.[48] Venciendo con la muerte en la cruz el mal y el poder del pecado con su total obediencia de amor, Él ha traído a todos la salvación y se ha hecho «reconciliación» para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo.
La Iglesia, continuando el anuncio de reconciliación que Cristo hizo resonar por las aldeas de Galilea y de toda Palestina,[49] no cesa de invitar a la humanidad entera a convertirse y a creer en la Buena Nueva. Ella habla en nombre de Cristo, haciendo suya la apelación del apóstol Pablo que ya hemos mencionado: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. Por eso os rogamos: reconciliaos con Dios».[50]
Quien acepta esta llamada entra en la economía de la reconciliación y experimenta la verdad contenida en aquel otro anuncio de San Pablo, según el cual Cristo «es nuestra paz; él hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de separación, la enemistad... estableciendo la paz, y reconciliándolos a ambos en un solo cuerpo con Dios por la cruz».[51] Aunque este texto se refiere directamente a la superación de la división religiosa dentro de Israel en cuanto pueblo elegido del Antiguo Testamento y a los otros pueblos llamados todos ellos a formar parte de la Nueva Alianza, en él encontramos, sin embargo, la afirmación de la nueva universalidad espiritual, querida por Dios y por Él realizada mediante el sacrificio de su Hijo, el Verbo hecho hombre, en favor de todos aquellos que se convierten y creen en Cristo, sin exclusiones ni limitaciones de ninguna clase. Por tanto, todos —cada hombre, cada pueblo— hemos sido llamados a gozar de los frutos de esta reconciliación querida por Dios.
La Iglesia, gran sacramento de reconciliación
11. La Iglesia tiene la misión de anunciar esta reconciliación y de ser el sacramento de la misma en el mundo. Sacramento, o sea, signo e instrumento de reconciliación es la Iglesia por diferentes títulos de diverso valor, pero todos ellos orientados a obtener lo que la iniciativa divina de misericordia quiere conceder a los hombres.
Lo es, sobre todo, por su existencia misma de comunidad reconciliada, que testimonia y representa en el mundo la obra de Cristo.
Además, lo es por su servicio como guardiana e intérprete de la Sagrada Escritura, qu es gozosa nueva de reconciliación en cuanto que, generación tras generación, hace conocer el designio amoroso de Dios e indica a cada una de ellas los caminos de la reconciliación universal en Cristo.
Por último, lo es también por los siete sacramentos que, cada uno de ellos en modo peculiar «edifican la Iglesia».[52] De hecho, puesto que conmemoran y renuevan el misterio de la Pascua de Cristo, todos los sacramentos son fuente de vida para la Iglesia y, en sus manos, instrumentos de conversión a Dios y de reconciliación de los hombres.
Otras vías de reconciliación
12. La misión reconciliadora es propia de toda la Iglesia, y en modo particular de aquella que ya ha sido admitida a la participación plena de la gloria divina con la Virgen María, con los Ángeles y los Santos, que contemplan y adoran al Dios tres veces santo. Iglesia del cielo, Iglesia de la tierra e Iglesia del purgatorio están misteriosamente unidas en esta cooperación con Cristo en reconciliar el mundo con Dios.
La primera vía de esta acción salvífica es la oración. Sin duda la Virgen, Madre de Dios y de la Iglesia,[53] y los Santos, que llegaron ya al final del camino terreno y gozan de la gloria de Dios, sostienen con su intercesión a sus hermanos peregrinos en el mundo, en un esfuerzo de conversión, de fe, de levantarse tras cada caída, de acción para hacer crecer la comunión y la paz en la Iglesia y en el mundo. En el misterio de la comunión de los Santos la reconciliación universal se actúa en su forma más profunda y más fructífera para la salvación común.
Existe además otra vía: la de la predicación. Siendo discípula del único Maestro Jesucristo, la Iglesia, a su vez, como Madre y Maestra, no se cansa de proponer a los hombres la reconciliación y no duda en denunciar la malicia del pecado, en proclamar la necesidad de la conversión, en invitar y pedir a los hombres «reconciliarse con Dios». En realidad esta es su misión profética en el mundo de hoy como en el de ayer; es la misma misión de su Maestro y Cabeza, Jesús. Como Él, la Iglesia realizará siempre tal misión con sentimientos de amor misericordioso y llevará a todos la palabra de perdón y la invitación a la esperanza que viene de la cruz.
Existe también la vía, frecuentemente difícil y áspera, de la acción pastoral para devolver a cada hombre —sea quien sea y dondequiera se halle— al camino, a veces largo, del retorno al Padre en comunión con todos los hermanos.
Existe, finalmente, la vía, casi siempre silenciosa, del testimonio, la cual nace de una doble convicción de la Iglesia: la de ser en sí misma «indefectiblemente santa»,[54] pero a la vez necesitada de ir «purificándose día a día hasta que Cristo la haga comparecer ante sí gloriosa, sin manchas ni arrugas» pues, a causa de nuestros pecados a veces «su rostro resplandece menos» a los ojos de quien la mira.[55] Este testimonio no puede menos de asumir dos aspectos fundamentales: ser signo de aquella caridad universal que Jesucristo ha dejado como herencia a sus seguidores cual prueba de pertenecer a su reino, y traducirse en obras siempre nuevas de conversión y de reconciliación dentro y fuera de la Iglesia, con la superación de las tensiones, el perdón recíproco, y con el crecimiento del espíritu de fraternidad y de paz que ha de propagar en el mundo entero. A lo largo de esta vía la Iglesia podrá actuar eficazmente para que pueda surgir la que mi Predecesor Pablo VI llamó la «civilización del amor».
Notas
[41] Cf. 1 Jn 4, 8
[42] Cf. Sab 11, 23-26; Gén 1, 27; Sal 8, 4-8.
[43] Sab 2, 24.
[44] Cf. Gén 3, 12 s., 4, 1-16.
[45] Ef 2, 4.
[46] Ef 1, 10
[47] Jn 13, 34
[48] Conc. Ecum. Vatic. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 38.
[49] Cf. Mc 1, 15.
[50] 2 Cor 5, 20.
[51] Ef 2, 14-16.
[52] Cf. San Agustín, De Civitate Dei, XXII, 17: CCL 48, 835 s.; S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, pars III, q. 64, a. 2, ad tertium.
[53] Cf. Pablo VI, Alocución en la clausura de la Tercera Sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II (21 de noviembre, 1964): AAS 56 (1964), 1015-1018.
[54] Conc. Ecum. Vatic. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 39.
[55] Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.
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