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Segunda Parte.- El Amor más grande que el Pecado
El drama del hombre
13. Como escribe el apóstol San Juan: «Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está con nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, Él que es fiel y justo nos perdonará los pecados».[56] Estas palabras inspiradas, escritas en los albores de la Iglesia, nos introducen mejor que cualquier otra expresión humana en el tema del pecado, que está íntimamente relacionado con el de la reconciliación. Tales palabras enfocan el problema del pecado en su perspectiva antropológica como parte integrante de la verdad sobre el hombre, mas lo encuadran inmediatamente en el horizonte divino, en el que el pecado se confronta con la verdad del amor divino, justo, generoso y fiel, que se manifiesta sobre todo con el perdón y la redención. Por ello, el mismo San Juan escribe un poco más adelante que «si nuestro corazón nos reprocha algo, Dios es más grande que nuestro corazón».[57]
Reconocer el propio pecado, es más, —yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad— reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios. Es la experiencia ejemplar de David, quien «tras haber cometido el mal a los ojos del Señor», al ser reprendido por el profeta Natán[58] exclama: «Reconozco mi culpa, mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces».[59] El mismo Jesús pone en la boca y en el corazón del hijo pródigo aquellas significativas palabras: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti».[60]
En realidad, reconciliarse con Dios presupone e incluye desasirse con lucidez y determinación del pecado en el que se ha caído. Presupone e incluye, por consiguiente, hacer penitencia en el sentido más completo del término: arrepentirse, mostrar arrepentimiento, tomar la actitud concreta de arrepentido, que es la de quien se pone en el camino del retorno al Padre. Esta es una ley general que cada cual ha de seguir en la situación particular en que se halla. En efecto, no puede tratarse sobre el pecado y la conversión solamente en términos abstractos.
En la condición concreta del hombre pecador, donde no puede existir conversión sin el reconocimiento del propio pecado, el ministerio de reconciliación de la Iglesia interviene en cada caso con una finalidad claramente penitencial, esto es, la de conducir al hombre al «conocimiento de sí mismo» según la expresión de Santa Catalina de Siena;[61] a apartarse del mal, al restablecimiento de la amistad con Dios, a la reforma interior, a la nueva conversión eclesial. Podría incluso decirse que más allá del ámbito de la Iglesia y de los creyentes, el mensaje y el ministerio de la penitencia son dirigidos a todos los hombres, porque todos tienen necesidad de conversión y reconciliación.[62]
Para llevar a cabo de modo adecuado dicho ministerio penitencial, es necesario, además, superar con los «ojos iluminados»[63] de la fe, las consecuencias del pecado, que son motivo de división y de ruptura, no sólo en el interior de cada hombre, sino también en los diversos círculos en que él vive: familiar, ambiental, profesional, social, como tantas veces se puede constatar experimentalmente, y como confirma la página bíblica sobre la ciudad de Babel y su torre.[64] Afanados en la construcción de lo que debería ser a la vez símbolo y centro de unidad, aquellos hombres vienen a encontrarse más dispersos que antes, confundidos en el lenguaje, divididos entre sí, e incapaces de ponerse de acuerdo.
¿Por qué falló aquel ambicioso proyecto? ¿Por qué «se cansaron en vano los constructores»?[65] Porque los hombres habían puesto como señal y garantía de la deseada unidad solamente una obra de sus manos olvidando la acción del Señor. Habían optado por la sola dimensión horizontal del trabajo y de la vida social, no prestando atención a aquella vertical con la que se hubieran encontrado enraizados en Dios, su Creador y Señor, y orientados hacia Él como fin último de su camino.
Ahora bien, se puede decir que el drama del hombre de hoy —como el del hombre de todos los tiempos— consiste precisamente en su carácter babélico.
Notas
[56] 1 Jn 1, 8 s.
[57] 1 Jn 3, 20; cf. la referencia que he hecho a este fragmento en el discurso durante la Audiencia general del 14 de marzo de 1984: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española 18 de. marzo, 1984, p. 3.
[58] Cf. 2 Sam 11-12.
[59] Sal 51 [50], 5 s.
[60] Lc 15, 18. 21.
[61] Cartas, Florencia 1970, I, pp. 3 s.; El Diálogo de la Divina Providencia, Roma 1980, passim.
[62] Cf. Rom 3, 23-26.
[63] Cf. Ef 1, 18.
[64] Cf. Gén 11, 1-9.
[65] Cf. Sal 127 [126], 1.
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