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35. Al final de este Documento, se hace eco en mí y deseo repetir a todos vosotros la exhortación que el primer Obispo de Roma, en una hora crítica al principio de la Iglesia, dirigió «a los elegidos extranjeros en la diáspora ... elegidos según la presciencia de Dios Padre». «Todos tengan un mismo sentir, sean compasivos, fraternales, misericordiosos, humildes».[200] El Apóstol recomendaba: «Tengan todos un mismo sentir...»; pero en seguida proseguía señalando los pecados contra la concordia y la paz, que es necesario evitar: «No devolviendo mal por mal ni ultraje por ultraje; al contrario, bendiciendo, que para esto hemos sido llamados, para ser herederos de la bendición». Y concluía con una palabra de aliento y de esperanza: «¿Y quién os hará mal si fuereis celosos promovedores del bien?».[201]
Me atrevo a relacionar mi Exhortación, en una hora no menos crítica de la historia, con la del Príncipe de los Apóstoles, que se sentó el primero en esta Cátedra romana, como testigo de Cristo y pastor de la Iglesia, y aquí «presidió en la caridad» ante el mundo entero. También yo, en comunión con los Obispos sucesores de los Apóstoles, y confortado por la reflexión colegial que muchos de ellos, reunidos en el Sínodo, han dedicado a los temas y problemas de la reconciliación, he querido comunicaros con el mismo espíritu del pescador de Galilea todo lo que él decía a nuestros hermanos en la fe, lejanos en el tiempo pero muy unidos en el corazón: «Tengan todos un mismo sentir..., no devolviendo mal por mal ..., sean promovedores del bien».[202] Y añadía: «Que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal».[203]
Esta consigna está impregnada por las palabras que Pedro había escuchado del mismo Jesús, y por conceptos que eran parte de su «gozosa nueva»: el nuevo mandamiento del amor mutuo; el deseo y el compromiso de unidad; las bienaventuranzas de la misericordia y de la paciencia en la persecución por la justicia; el devolver bien por mal; el perdón de las ofensas; el amor a los enemigos. En estas palabras y conceptos está la síntesis original y transcendente de la ética cristiana o, mejor y más profundamente, de la espiritualidad de la Nueva Alianza en Jesucristo.
Confío al Padre, rico en misericordia; confío al Hijo de Dios, hecho hombre como nuestro redentor y reconciliador; confío al Espíritu Santo, fuente de unidad y de paz, esta llamada mía de padre y pastor a la penitencia y a la reconciliación. Que la Trinidad Santísima y adorable haga germinar en la Iglesia y en el mundo la pequeña semilla que en esta hora deposito en la tierra generosa de tantos corazones humanos.
Para que en un día no lejano produzca copiosos frutos, os invito a volver conmigo los ojos al corazón de Cristo, signo elocuente de la divina misericordia, «propiciación por nuestros pecados», «nuestra paz y reconciliación»[204] para recibir el empuje interior a fin de detestar el pecado y convertirse a Dios, y encuentren en ella la benignidad divina que responde amorosamente al arrepentimiento humano.
Os invito al mismo tiempo a dirigiros conmigo al Corazón Inmaculado de María, Madre de Jesús, en la que «se realizó la reconciliación de Dios con la humanidad..., se realizó verdaderamente la obra de la reconciliación, porque recibió de Dios la plenitud de la gracia en virtud del sacrificio redentor de Cristo».[205] Verdaderamente, María se ha convertido en la «aliada de Dios» en virtud de su maternidad divina, en la obra de la reconciliación.[206]
En las manos de esta Madre, cuyo «Fiat» rnarcó el comienzo de la «plenitud de los tiempos», en quien fue realizada por Cristo la reconciliación del hombre con Dios y en su Corazón Inmaculado —al cual he confiado repetidamente toda la humanidad, turbada por el pecado y maltrecha por tantas tensiones y conflictos— pongo ahora de modo especial esta intención: que por su intercesión la humanidad misma descubra y recorra el camino de la penitencia, el único que podrá conducirlo a la plena reconciliación.
A todos vosotros, que con espíritu de comunión eclesial en la obediencia y en la fe[207] acogeréis las indicaciones, sugerencias y directrices contenidas en este Documento, tratando de convertirlas con una vital praxis pastoral, imparto gustosamente la confortadora Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 2 de diciembre, Primer Domingo de Adviento, del año 1984, séptimo de mi Pontificado.
Notas
[200] Cf. 1 Pe 3, 8.
[201] 1 Pe 3, 9. 13.
[202] 1 Pe 3, 8- 9. 13
[203] 1 Pe 3, 17.
[204] Letanías del Sagrado Corazón; cf. 1 Jn 2, 2; Ef 2, 14; Rom 3, 25; 5, 11.
[205] Juan Pablo II, Discurso en la Audiencia General del 7 de Diciembre de 1983, n. 2: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 1 de diciembre, 1983.
[206] Cf. Juan Pablo II, Discurso en la Audiencia General del 4 de Enero de 1984: L'Osservatore Romano, edic. en lengua española, 8 de enero, 1984.
[207] Cf. Rom 1, 5; 16, 26.
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