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V.- Castidad - Pobreza - Obediencia

Castidad

11. El perfil pascual de esta llamada se reconoce bajo diversos puntos de vista, en relación con cada consejo.

Es, en efecto, según la medida de la economía de la Redención como hay que juzgar y practicar aquella castidad que cada uno de vosotros ha prometido mediante el voto, junto con la pobreza y la obediencia. En esto se contiene la respuesta a las palabras de Cristo, que son a la vez una invitación: "Y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda"[57]. Precedentemente Cristo había subrayado: "No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado"[58]. Estas últimas palabras ponen en evidencia que esta invitación es un consejo. El Apóstol Pablo ha dedicado también a este tema una apropiada reflexión en la primera Carta a los Corintios[59]. Este consejo está dirigido de modo especial al amor del corazón humano. Pone más de relieve el carácter esponsal de este amor. Mientras la pobreza y más aún la obediencia parecen poner de relieve ante todo el aspecto del amor redentor contenido en la consagración religiosa. Se trata aquí, como se sabe, de la castidad en el sentido de "hacerse eunucos por el reino de los cielos"; es decir, se trata de la virginidad como expresión del amor esponsal por el Redentor mismo. En este sentido el Apóstol enseña que "hace bien" quien elige el matrimonio, y "hace mejor" quien elige la virginidad[60]. "El célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor"[61], y "la mujer no casada y la doncella sólo tienen que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santas en cuerpo y en espíritu"[62].

No se da -en las palabras de Cristo ni en las de Pablo- desestimación alguna del matrimonio. El consejo evangélico de la castidad es sólo una indicación de aquella particular posibilidad que para el corazón humano, tanto del hombre como de la mujer, constituye el amor esponsal del mismo Cristo, de Jesús "Señor". El "hacerse eunucos por el reino de los cielos", en efecto, no es sólo una libre renuncia al matrimonio y a la vida de familia, sino que es una elección carismática de Cristo como Esposo exclusivo. Esta elección no sólo permite "preocuparse" específicamente de las cosas del Señor, sino que -hecha "por el reino de los cielos"- acerca de este reino escatológico de Dios a la vida de todos los hombres en la condición de la temporalidad y lo hace, en cierto modo, presente al mundo.

Mediante ello las personas consagradas realizan la finalidad interior de toda la economía de la Redención. En efecto, esta finalidad se expresa en acercar el Reino de Dios a su definitiva dimensión escatológica. A través del voto de castidad las personas consagradas participan en la economía de la Redención mediante la libre renuncia a los gozos temporales de la vida matrimonial y familiar; por otra parte, precisamente en su "hacerse eunucos por el reino de los cielos" llevan en medio del mundo que pasa el anuncio de la futura resurrección[63] y de la vida eterna; de la vida en unión con Dios mismo mediante la visión beatífica y el amor que contiene en sí e invade íntimamente todos los demás amores del corazón humano.

Pobreza

12. ¡Qué expresivas son respecto a la pobreza las palabras de la segunda Carta a los Corintios, que constituyen una síntesis concisa de todo lo que sobre este tema escuchamos en el Evangelio! "Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza"[64]. Según estas palabras la pobreza entra en la estructura interior de la gracia redentora de Jesucristo. Sin la pobreza es imposible comprender el misterio de la donación de la divinidad al hombre, donación que se ha realizado precisamente en Jesucristo. También por esto, la pobreza se encuentra en el centro mismo del Evangelio al comienzo del mensaje de las ocho bienaventuranzas: "Bienaventurados los pobres de espíritu"[65]. La pobreza evangélica abre a los ojos del alma humana la perspectiva de todo el misterio "oculto desde los siglos en Dios"[66]. Sólo los que son de este modo "pobres", son a la vez interiormente capaces de comprender la pobreza de Aquel que es infinitamente rico. La pobreza de Cristo encierra en sí esta infinita riqueza de Dios; ella es más bien su expresión infalible. Una riqueza, en efecto, como es la misma Divinidad, no se habría podido expresar adecuadamente en ningún bien creado. Puede expresarse solamente en la pobreza. Por esto, puede ser comprendida de modo justo sólo por los pobres, por los pobres de espíritu. Cristo, Hombre-Dios, es el primero de ellos. El que "era rico y se ha hecho pobre", no es solamente el maestro, sino también el portavoz y el garante de aquella pobreza salvífica, que corresponde a la riqueza infinita de Dios y al poder inagotable de su gracia.

Es pues verdad -como escribe el Apóstol- que "por su pobreza somos ricos". Es el maestro y el portavoz de la pobreza que enriquece. Precisamente por esto dice al joven en los Evangelios sinópticos: "Vende cuanto tienes... dalo... y tendrás un tesoro en los cielos"[67]. Se da en estas palabras una llamada para enriquecer a los demás a través de la propia pobreza; pero en el interior de esta llamada está escondido el testimonio de la infinita riqueza de Dios que, transferida al alma humana mediante el misterio de la gracia, crea en el mismo hombre, precisamente a través de la pobreza, un manantial para enriquecer a los demás no comparable con cualquier otra clase de bienes materiales; un manantial para enriquecer a los demás a semejanza de Dios mismo. Esta dádiva se da en el ámbito del misterio de Cristo, que "nos ha hecho ricos con su pobreza". Vemos cómo este proceso de enriquecimiento se desarrolla en las páginas del Evangelio, encontrando su punto culminante en la pascua: Cristo, el más pobre, con su muerte en la Cruz, es a la vez, el que nos enriquece infinitamente con la plenitud de la Vida nueva, mediante la resurrección.

Queridos Hermanos y Hermanas, pobres de espíritu mediante la profesión evangélica: mantened a lo largo de vuestra vida este perfil salvífico de la pobreza de Cristo. Buscad día tras día su madurez cada vez mayor. Buscad sobre todo "el reino y su justicia" y lo demás "se os dará por añadidura"[68]. Que en vosotros y por medio vuestro se realice la bienaventuranza evangélica reservada a los pobres[69], a los pobres de espíritu[70].

Obediencia

13. Cristo "a pesar de tener la forma de Dios, no reputó como botín (codiciable) el ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y así, por el aspecto, siendo reconocido como hombre, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz"[71].

Tocamos aquí, en estas palabras de la Carta de Pablo a los Filipenses, la esencia misma de la Redención. En esta realidad está inscrita de modo primario y constitutivo la obediencia de Jesucristo. Confirman también este dato otras palabras del Apóstol, entresacadas esta vez de la Carta a los Romanos: "Pues como, por la desobediencia de un solo hombre, muchos se constituyeron en pecadores, así también, por la obediencia de uno, muchos se constituirán en justos"[72].

El consejo evangélico de la obediencia es la llamada que brota de esta obediencia de Cristo "hasta la muerte". Los que acogen esta llamada, expresada mediante la palabra "sígueme", deciden -como afirma el Concilio- seguir a Cristo "que... redimió y santificó a los hombres por la obediencia hasta la muerte de Cruz"[73]. Al realizar el consejo evangélico de la obediencia, ellos alcanzan la esencia profunda de la economía total de la Redención. Al llevar a cabo este consejo desean conseguir una participación especial en la obediencia de aquel "uno", a través de cuya obediencia todos "se constituirán en justos".

Por consiguiente, se puede decir que los que deciden vivir según el consejo de la obediencia se ponen de modo particular entre el misterio del pecado[74] y el misterio de la justificación y de la gracia salvífica. Se encuentran en este "lugar" con todo el fondo pecaminoso de la propia naturaleza humana, con toda la herencia del "orgullo de la vida", con toda la tendencia egoísta a dominar y no a servir, y se deciden precisamente a través del voto de obediencia a transformarse a semejanza de Cristo, que "redimió y santificó a los hombres por la obediencia". En el consejo de la obediencia desean encontrar su parte en la Redención de Cristo y su camino de santificación.

Este es el camino que Cristo ha trazado en el Evangelio, hablando muchas veces del cumplimiento de la voluntad de Dios, de su búsqueda incesante: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra"[75]. "Porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió"[76]. "El que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que es de su agrado"[77]. "Porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió"[78]. Este constante cumplimiento de la voluntad del Padre hace pensar también en aquella confesión mesiánica del salmista de la Antigua Alianza: "En el rollo del libro me está prescrito: hacer tu complacencia; Dios mío, (ello) me es grato, y tu Ley está en medio de mis entrañas"[79].

Esta obediencia del Hijo -llena de gozo- alcanza su cenit en la Pasión y en la Cruz: "Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya"[80]. Desde el momento de la oración en Getsemaní la disponibilidad de Cristo a hacer la voluntad del Padre se llena hasta el límite del sufrimiento, se convierte en aquella obediencia "hasta la muerte y muerte de Cruz", de la que habla San Pablo.

A través del voto de obediencia las personas consagradas deciden imitar con humildad de un modo especial la obediencia del Redentor. Aunque, en efecto, la sumisión a la voluntad de Dios y la obediencia a su ley sean para todo estado condición de vida cristiana, sin embargo en el "estado religioso", en el "estado de perfección", el voto de obediencia establece en el corazón de cada uno de vosotros, queridos Hermanos y Hermanas, el deber de una particular referencia a Cristo "obediente hasta la muerte". Y dado que esta obediencia de Cristo constituye el núcleo esencial de la obra de la Redención, como resulta de las palabras del Apóstol citadas anteriormente, por eso mismo, al cumplir el consejo evangélico de la obediencia, se debe percibir también un momento particular de aquella "economía de la Redención", que envuelve vuestra vocación en la Iglesia.

De aquí brota esa "disponibilidad total al Espíritu Santo", que actúa ante todo en la Iglesia, como expresa mi Predecesor Pablo VI en la Exhortación Apostólica Evangelica testificatio,[81], pero que igualmente se manifiesta en las Constituciones de vuestros Institutos. De aquí brota aquella sumisión religiosa que en espíritu de fe las personas consagradas demuestran a los propios Superiores legítimos, que ocupan el puesto de Dios[82].

En la Carta a los Hebreos encontramos una indicación muy significativa sobre este tema: "Obedeced a vuestros jefes y estadles sujetos, que ellos velan sobre vuestras almas, como quien ha de dar cuenta de ellas". Y el Autor de la misma Carta añade: "obedeced... para que lo hagan con alegría y sin gemidos, que esto sería para vosotros sin utilidad"[83].

Los Superiores, por su parte, recordando el deber que tienen de ejercitar en espíritu de servicio la potestad conferida a ellos mediante el ministerio de la Iglesia, se muestren siempre disponibles a escuchar a sus propios hermanos, para poder discernir mejor lo que el Señor exige a cada uno, manteniendo firmemente la autoridad que tienen de decidir y de mandar lo que consideren oportuno.

Igualmente, a la sumisión-obediencia entendida de este modo se une la actitud de servicio, que conforma toda vuestra vida según el ejemplo del Hijo del hombre, el cual "no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos"[84]. Y su Madre, en el momento decisivo de la Anunciación-Encarnación, penetrando desde el comienzo en toda la economía salvífica de la Redención, dijo: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra"[85].

Recordad también, queridos Hermanos y Hermanas, que la obediencia a la que os habéis comprometido, consagrándoos sin reserva a Dios mediante la profesión de los consejos evangélicos, es una particular expresión de la libertad interior, como una definitiva expresión de la libertad de Cristo fue su obediencia "hasta la muerte": "yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, soy yo quien la doy de mí mismo"[86].

Notas

[57] Mt. 19, 12.

[58] Mt. 19, 11.

[59] Cfr. 1 Cor. 7, 28-40.

[60] Cfr. 1 Cor. 7, 38.

[61] 1 Cor. 7, 32.

[62] 1 Cor. 7, 34.

[63] Cfr. Lc. 20, 34-36; Mt. 22, 30; Mc. 12, 25.

[64] 2 Cor. 8, 9.

[65] Mt. 5, 3.

[66] Ef. 3, 9.

[67] Mt. 19, 21; cfr. Mc. 10, 21; Lc. 18, 22.

[68] Mt. 6, 33.

[69] Cfr. Lc. 6, 20.

[70] Cfr. Mt. 5, 3.

[71] Flp. 2, 6-8.

[72] Rom. 5, 19.

[73] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, 1.

[74] Mysterium iniquitatis: cfr. 2 Tes. 2, 7.

[75] Jn. 4, 34.

[76] Jn. 5, 30.

[77] Jn. 8, 29.

[78] Jn. 6, 38.

[79] Sal. 40 [39], 8-9; cfr. Heb. 19, 7.

[80] Lc. 22, 42; cfr. Mc. 14, 36; Mt. 26, 42.

[81] Cfr. Evangelica testificatio, 6: AAS 63 (1971), 500.

[82] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae caritatis, 14.

[83] Heb. 13, 17.

[84] Mc. 10, 45.

[85] Lc. 1, 38.

[86] Jn. 10, 17-18.

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