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Siglo XVII

Introducción

Es el siglo del absolutismo, donde los soberanos tanto católicos como protestantes, intentan adueñarse de todas las instituciones. Es más, comienza en este siglo una ciencia política que busca justificar el absolutismo: el rey debe poseer todo el poder para garantizar la seguridad de los súbditos. También se considera a este siglo como el siglo del nacionalismo religioso, del galicanismo y del jansenismo

De las tres fuentes de autoridad: Dios, rey y ley, una debe identificarse con las otras dos. El gran teórico es Bossuet[185] hace su propuesta: poder absoluto y centralizado; la división de poderes es la anarquía. El poder del soberano viene de Dios[186] solamente y no responde a ningún «pacto social». El rey es un enviado de Dios. La máxima expresión del absolutismo está en Francia y en su monarca Luis XIV.

Hubo una gran identificación entre la iglesia católica, fuertemente protegida por la monarquía, y el monarca, que pasa a ser algo casi sagrado. La Iglesia queda sometida al estado, lo que no dejará de causar problemas en el futuro —galicanismo-. La Iglesia, pues, se ve dominada por el estado y se tiende a un proceso cada vez más acuciante de laicización. Se desvirtúan las formas de piedad y una especie de virus antirromano y antijerárquico —regalismo, jansenismo...- mina las fuerzas de amplios sectores de la vida nacional.

El siglo XVII es, en definitiva, el pórtico por el que van a tener acceso a la iglesia y a la sociedad cristiana las corrientes desintegradoras del siglo XVIII. Se abre una fuerte oposición entre dos mundos, germano y latino; dos ideologías, católica y protestante[187]; dos estructuras, eclesiástica y laica liberal; dos épocas, el sistema medieval de los Austrias y el de nueva versión, liberal y democrática de los príncipes alemanes y de los países del norte; dos ciencias, la ciencia experimental y el racionalismo filosófico.

La Iglesia perdió la hegemonía de la sociedad: ésta se aparta poco a poco y se descristianiza. Se abre paso la hegemonía del poder civil, se seculariza la vida pública y ante el cansancio de las fuerzas católicas, ciencia y teología, se abre paso un ancho sendero a la irreligión y al ateísmo. Ya no existe aquella unidad religiosa de antes.

I. Sucesos

¿Hasta dónde puede llegar el absolutismo de los príncipes?

«El estado soy yo»

Es un siglo bajo el absolutismo de los príncipes, sobre todo de Francia, España y Austria. En Francia se llamó «galicanismo»; en España, Italia y Portugal se llamó «regalismo»; en Alemania «febronianismo», y en Austria «josefismo».

La máxima expresión de absolutismo está en Francia y en su monarca Luis XIV, el famoso rey que dijo: «El estado soy yo». Hubo una gran identificación entre la iglesia católica, fuertemente protegida por la monarquía, y el monarca, que pasa a ser algo casi sagrado. La iglesia queda sometida al estado, lo que dejará de causar problemas en el futuro —galicanismo-.

Dado que los papas de este siglo eran en general mediocres, con demasiada edad, cansados y débiles, los príncipes se aprovecharon de ellos, dándoles crecidas sumas de dinero a la hora de elegir un nuevo papa. Incluso ponían su veto, si no les gustaba el candidato. Este absolutismo trae sus raíces de finales de la edad media: «El rey no tiene sobre sí más superior que a Dios».

Más tarde, se llegó a decir: «Lo que place al rey tiene vigor de ley» o «el príncipe no está obligado por la ley». Expresiones todas que favorecen el poder absoluto de los reyes. El rey recibe, pues, su autoridad de solo Dios y sólo ante Él tiene que responder de sus actos. Al rey le compete el supremo poder legislativo, jurisdiccional y ejecutivo; puede disponer de los bienes y de la libertad de sus súbditos. Éstos no tienen, con relación al príncipe, más que deberes y ningún derecho; porque la autoridad del príncipe no puede tener otros límites que su propia autoridad o su propia conciencia.

Consecuencia de lo anterior, sería ese poner límites a la autoridad de la Santa Sede para salvaguardar la independencia y la autoridad de los obispos, del clero y del mismo pueblo fiel. Ambos, Estado y obispos, pretendían incrementar su independencia con respecto a Roma. Es más, la comunicación del Papa con los obispos estaría sujeta al poder civil. Los actos y las leyes del papa necesitarían la confirmación civil.

Por encargo del rey de Francia, Bossuet, obispo de Meaux, redactó los cuatro artículos del Galicanismo:

La acción del papa y de la Iglesia debe centrarse en legislar sobre asuntos espirituales; no tiene derecho sobre las cosas temporales.

El concilio es superior al papa.

Junto con los cánones de la Iglesia deben ser observados los de la iglesia galicana.

Las decisiones del pontífice en asuntos de fe sólo son irreformables si son aceptados por el consentimiento de la iglesia universal; es decir, la infalibilidad en las cuestiones de fe no corresponde al papa, sino al concilio en general.

El parlamentarismo

Junto a este absolutismo también se desarrolla en este siglo una experiencia muy diversa en otros países de Europa, que marcará el desarrollo político de Europa: el parlamentarismo. En Inglaterra el gran teórico fue Hobbes. Propone que cada individuo debe renunciar a sus derechos para ponerlos en un monarca por un pacto. El poder no viene de Dios, sino de la sociedad y el monarca debe estar sometido a Dios y a la ley.

Cuando en Inglaterra —gobernada por los Estuardos- Carlos I se proclama rey absoluto, comienza una guerra que terminará ajusticiando al rey —1642-. Cromwell establece una república que luego se transforma en dictadura personal cuando disuelve el Parlamento. A su muerte en 1659 se llama a ocupar el trono a Carlos II. Sin embargo, las exigencias liberales no se ven cumplidas y en 1689 se expulsa a Jacobo II y se llama a gobernar a Guillermo de Orange de Holanda —Declaración de Derechos: el parlamento está sobre el Rey-.

La noción de pacto y de representatividad del parlamento es ya esencial a toda la teoría política moderna. El gran pensador inglés que le dará forma será John Locke.

Otra nación que caminará por la misma huella será Holanda. Se ha forjado en una lucha de rebelión contra Felipe II, rey de España, y rechaza todo poder absoluto. Era gobernada por una asamblea nacional. La autoridad debe expresar la voluntad de la mayoría, quiere Holanda, y la religión debe separarse del derecho.

Sin embargo, esta concepción está todavía muy empapada de ideas de la alta burguesía y de la aristocracia. No existe el concepto de la igualdad y se habla de «súbdito», no de ciudadano.

La guerra de los treinta años

En este caldo de cultivo sucedió en Europa una terrible guerra: la de los treinta años.

Es la primera de las guerras europeas y se extiende desde 1618 hasta 1648. Comienza en Alemania ante el avance de la reforma católica —Bohemia era gobernada por Habsburgos austríacos-. Es la reacción del protestantismo alemán apoyado por el resto de Europa contra los Habsburgos hispano-austríacos.

Finalmente el imperio cae por la acción de Dinamarca, Suecia y especialmente de Francia: Westfalia en 1648 y Pirineos en 1659 jalonan la derrota hispano-austríaca. Las dos primeras entran con la guerra en el concierto de las grandes naciones europeas y Francia asume la hegemonía continental. Holanda es reconocida por España. Austria comienza su expansión hacia el este —formación del imperio austrohúngaro-; surge una nueva nación alemana: Brandeburgo, Prusia, que tanta importancia tendrá en el futuro de la nación alemana —génesis del dualismo alemán-. España se sume en una decadencia que finalizará con la entronización de un Borbón en el trono real, Felipe V, nieto del Rey Sol.

El atrasado imperio ruso comenzará a despertar a fines del siglo con el zar Pedro, el Grande, que intenta modernizar y occidentalizar la autocracia del este.

Avance de las ciencias

La cultura del siglo XVII se sitúa en una perspectiva diferente de lo que había sido el pensamiento tradicional hasta el siglo XVI. La ciencia se fundamentaba en el argumento de autoridad; ahora comienza a aparecer en escena la ciencia experimental y racionalista que conduce a una nueva visión de la naturaleza y del hombre.

La universidad y las iglesias cristianas experimentan un cierto rechazo al cambio de las actitudes intelectuales. Luteranos, calvinistas y también católicos resienten esta nueva manera de pensar, que parece atentar contra la autoridad de la iglesia. Fue un grave error que en general la historia ha exagerado, pero que contribuyó a fomentar una mutua desconfianza en el nacimiento mismo del pensamiento moderno. El caso más famoso, como veremos, es el de Galileo.

La astronomía y la medicina serán los dos puntales del desarrollo científico. Figuras señeras son Copérnico, Galileo, Kepler, Paracelso y Basilio. Personaje esencial en filosofía es Descartes en su búsqueda de un método de pensar: la duda metódica, la duda de todo juicio previo. Es el inicio del racionalismo y a fines de siglo habrá triunfado en todas las universidades que antes lo prohibieran.

En las ciencias, el padre del pensamiento moderno es Newton. En 1686 publica sus «Philosophiae Naturalis Principia Mathematica»; la ley de gravitación universal. El descubrimiento de que el universo obedecía a leyes matemáticas fue una brusca inmersión en la profundidad del universo. Junto a él, Leibnitz en Alemania.

Desde este momento la investigación y la experimentación son claves para entender el progreso científico de Occidente. Observatorios, microscopios, barómetros, termómetros...se multiplican por doquier.

Veamos los hombres más representativos, en orden a nuestra historia de la Iglesia.

Galileo Galilei, eximio científico, descubrió una estrella y los satélites de Júpiter. Adoptó las tesis del canónigo Niccoló Copérnico de Frauenburg, acerca del movimiento de la tierra alrededor del sol, doctrina que en aquel tiempo era repudiada generalmente por los teólogos tanto católicos como protestantes. Y cuando le dicen que el sistema heliocéntrico va contra la Sagrada Escritura, él se defiende, probando que la Biblia no pretende hacer ciencia ni utiliza un lenguaje científico, sino un lenguaje común, como a veces lo usaban los mismos científicos. Argüía que era lo que hacían también los apóstoles y los padres, los cuales, como enseñaba san Agustín, lo que pretenden es hacer cristianos, no matemáticos, ni se preocupan de sistemas astronómicos, aunque como personas privadas pueden adherirse a una o a otra doctrina.

Renato Descartes estudió con los jesuitas en La Flecha y derecho en París. Creó la geométrica analítica y dio un decidido impulso al espíritu científico moderno. Buscó un punto de partida absolutamente indubitable para elaborar su filosofía, tomada del espíritu mismo. En el acto de dudar, descubrió que pensaba y que por tanto existía: «Pienso, luego existo». El hombre era una sustancia pensante a la que se unía el cuerpo. Demostró la existencia de Dios a partir de la noción de perfección que el hombre tenía en su mente. Aunque no se apartó de la fe católica y se mostró respetuoso con el cristianismo, sin embargo, algunas reflexiones suyas dan pie para ambigüedades y futuros errores filosóficos y teológicos, en los que cayeron discípulos que le siguieron.

De hecho, al escribir su «Discurso sobre el método» (1637), compuso el más perfecto manual de racionalismo. Al tomar por principio y como punto de partida la duda metódica, inauguró el criticismo y el racionalismo filosófico, y su doctrina de la autoconciencia del «yo» («Cogito, ergo sum»: pienso, luego existo) preparó el camino a los sistemas idealísticos modernos.

Pero nunca Descartes incluyó en su duda metódica las verdades reveladas de la fe. Fue Spinoza quien atacó de una manera fría los fundamentos de la religión. Baruch Spinoza, judío de Amsterdam, pequeño y tuberculoso, puso los fundamentos de la exégesis bíblica racionalista, soñó con fundir las religiones cristiana y judía en una especie de sincretismo moral, y fue el primero en extender, en toda su crudeza, el panteísmo moderno.

En Europa, las ciencias, y en América, ¿qué sucedía?

Sigue la evangelización por América

La iglesia católica americana prosiguió su labor de evangelización. En México nuevos pueblos fueron conquistados para Cristo. Los franciscanos avanzaron hasta Nuevo México, hoy Estados Unidos. Los jesuitas tomaron camino rumbo al noroeste de la nación: Sinaloa, parte de Coahuila, Durango, Chihuahua, Sonora, Baja California y suroeste de Estados Unidos. Entregaron a los habitantes de aquellas regiones la enseñanza religiosa y realizaron ensayos de promoción humana y social, de notables frutos para la justicia social[188].

En las reducciones de Paraguay, sin dejar entrar a extranjeros, los jesuitas organizaron a los indígenas, aprovechando las categorías culturales de éstos. Cultivaron la tierra y trabajaron en incipientes industrias. La organización social que resultó, produjo frutos abundantes. Pero los jesuitas fueron acusados de crear cotos cerrados que atentaban contra la autoridad real, que residía en Portugal.

Nada nuevo bajo el sol: ¡otra vez las herejías!

Además de ese absolutismo, del que hemos hablado, también otros movimientos irán socavando también el recio muro de la ortodoxia. No son propiamente herejías, sino falsificaciones o errores solapados, que se disparaban contra la autoridad de los papas y contra los sanos principios del dogma y la moral.

Era el jansenismo, con todas sus secuelas; la moral laxa de los probabilistas; el quietismo o la secta de los alumbrados. Abundan las supersticiones y hechicerías; se nota una tendencia morbosa en las devociones, romerías, procesiones y otras expresiones del sentimiento religioso.

Analicemos, primero, el jansenismo. Cornelio Jansen escribió el Augustinus, publicado después de su muerte, sobre temas candentes: predestinación, gracia y libertad. Estos son los puntos más importantes de Jansenio:

  • Jesucristo no había muerto por todos, sólo murió para predestinados;
  • No existe una gracia suficiente que se dé a todos los hombres;
  • No hay más gracia que la eficaz, para predestinados;
  • Negaba la libertad y el mérito personal.

Detrás de estos puntos, Cornelio afirmaba que el hombre era incapaz de rechazar la gracia. Señalaba que la redención de Cristo tenía efecto en unos cuantos, no en todos los hombres. Propagaba una moral rigurosa y asfixiante, donde veían pecado mortal en todo. La abadía francesa de Port Royal difundió con entusiasmo el jansenismo. También el insigne científico y pensador religioso Blas Pascal era jansenista y publicó sus Cartas a un Provincial, en que defendía la concepción de gracia de Jansenio y arremetía contra la que a él le parecía laxitud jesuita. Dado que Jansenio murió antes de publicar su libro, su amigo Saint Cyran, propaló doctrinas análogas[189].

El otro gran error de este siglo fue el quietismo: fue inspirada por el español Miguel de Molinos, que propone en su libro «Guía espiritual» una mística del abandono y de la contemplación adquirida; minimiza el papel de las obras así como el de la ascesis. Por tanto, esta herejía sostenía que había que abandonarse a la acción de Dios sin hacer más que eso y que el alma, una vez alcanzada la contemplación, ya no necesita de otros actos de virtud.

San Ignacio de Loyola había enseñado que el hombre, en su afán de llegar a Dios, tenía que adquirir la santa indiferencia acerca de todas las cosas creadas con el fin de inclinar su voluntad única y decididamente a seguir la voluntad de Dios. Pero Molinos pedía una unión del alma con Dios, reducida a simple deseo de entregarse a Dios para dejar que Él entrara en el alma y actuara por ella. El alma debía llegar al estado de absoluta pasividad como un cadáver, decía.

II. Respuesta de la Iglesia

El concilio de Trento no resolvió todos los problemas teológicos suscitados por la Reforma. Las discusiones se prolongan. La tradición bíblica comienza a confrontarse con las primeras investigaciones y descubrimientos científicos. Los teólogos que desempeñaron un gran papel en el concilio constituyen en adelante un nuevo poder en la iglesia. Se desarrolla un nuevo género teológico, la controversia, tanto entre los católicos como entre los protestantes. El maestro en controversia fue el jesuita cardenal Roberto Belarmino, titular en Roma de dicha cátedra: «armar a los soldados de la iglesia para la guerra contra el poder de las tinieblas».

Veamos ahora cómo fue la Iglesia reaccionando ante todos los problemas de este siglo.

La Iglesia rechazó las tesis del galicanismo

El papa Inocencio XI escribió una carta a los obispos franceses reprochándoles su conducta: no se pueden limitar al papa los poderes de jurisdicción y de magisterio. No condenó los artículos galicanos, pero se negó a conceder institución canónica a los obispos que iba nombrando el rey.

El siguiente papa, Alejandro VIII pudo llegar a un arreglo, pero se mantuvo firme en la doctrina: publicó una bula «Inter multíplices» (1690), en la que condenaba formalmente los cuatro principios galicanos[190], propuestos por Bossuet, obispo de Meaux y anulaba la extensión de la regalía, es decir, el percibir el rey las rentas de los obispados vacantes.

Después de Alejandro vino Inocencio XII, que permitió un arreglo con el rey Luis XIV, sobre el problema de las regalías. Los obispos rebeldes se retractaron y el papa permitió que se hiciera uso de las regalías en todas las diócesis del reino, pero con cautela.

Sin embargo, el galicanismo no había muerto del todo. Como los anteriores decretos no habían sido borrados de los registros del parlamento, todavía se hicieron valer en más de una ocasión. Los eclesiásticos, por una parte, no podían meterse en asuntos de jurisdicción temporal; pero, por otra, el parlamento sí podía en algunas ocasiones de abuso intervenir en asuntos eclesiásticos.

¿Qué más promovió la Iglesia en medio de este ambiente racionalista?

La iglesia en medio de este racionalismo también dio impulso a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Y, cosa curiosa, comenzó en la misma nación donde nació dicho racionalismo y donde se daría también el ateísmo y la masonería: Francia.

Fue Juan Eudes, en el siglo XVII, quien fundó una congregación, los Eudistas, y comenzó el culto al Corazón de Jesús. Pero esta devoción la llevó a culmen santa Margarita María de Alacoque. Impulsó esta devoción, sobre todo el jesuita Claudio de la Colombière, confesor de santa Margarita María de Alacoque, y hoy ya santo. Ya santa Teresa de Ávila había dado un gran impulso a la devoción a la Humanidad de Cristo; a través de ella, Teresa proponía elevarnos a la Divinidad, a través de la Humanidad del Señor.

Ahora, con esta devoción al Sagrado Corazón de Jesús se daba un paso más en la contemplación de la Humanidad de Jesús, como medio para llegar a su Divinidad. ¿Qué le pidió el Sagrado Corazón a santa Margarita María de Alacoque? «Mira este Corazón que tanto ha amado a los suyos, y no recibe de ellos, sino ingratitudes y desprecio. Al menos tú, ámame». Le pidió la hora santa, como hora reparadora, todos los jueves a media noche[191], para revivir el Getsemaní y acompañar a Jesús en su dolor. Le pidió también comunión frecuente

¿Qué más hizo la Iglesia?

Fundó seminarios y escuelas

Muchos obispos y sacerdotes, inspirados en el concilio de Trento, fueron fundando seminarios para los futuros sacerdotes, a fin de ofrecerles una formación más esmerada. Estos seminarios contribuyeron a formar el tipo de sacerdote que se ha mantenido hasta hoy: un hombre separado del mundo por su hábito y su género de vida, que celebra la misa todos los días, reza su breviario y se muestra consciente de sus deberes pastorales, entregado a su apostolado, santo y olvidado de sí mismo, que trabaja por la gloria de Dios y la salvación de los hombres.

También se fundaron escuelas gratuitas dentro del marco parroquial, para que los pobres pudieran recibir una instrucción general y religiosa, en su propia lengua. Destaca san Juan Bautista de la Salle, canónigo de Reims, que funda los Hermanos de las Escuelas Cristianas, dedicados a la educación de docentes. Se le considera como el fundador de las escuelas normales. Revolucionó la pedagogía, haciendo más llevadero el aprendizaje, prohibió el castigo corporal de los niños e introdujo la lengua popular, dejando a un lado el latín, que no todos entendían. No le fue nada fácil a Juan Bautista de la Salle, pues no tardaron en llegar los sinsabores. Los que ejercían el monopolio de la enseñanza y los maestros desplazados se valieron de todos los medios para entorpecer su obre y desacreditarlo. Lo combaten los jansenistas. Pero él lo soportó todo con gran paciencia. Pío XII lo proclamó patrono de los maestros y profesores.

La Iglesia no quedó callada ante las herejías

La Iglesia no podía aceptar las enseñanzas de Jansenio pues deformaban el concepto de Dios, de Cristo crucificado; eran demoledoras del amor, de la esperanza y de la piedad cristianas. Por eso, los papas Urbano VIII e Inocencio X no aceptaron las tesis de Jansenio, pues era una moral puritana, rigurosa y asfixiante, dado que a cada paso el pecado mortal acechaba a los cristianos, que debían purificarse con confesiones escrupulosas, además de practicar grandes penitencias, antes de acceder a la comunión. Los mismos jesuitas se opusieron fuertemente al jansenismo. Por lo cual, fueron acusados por los mismos jansenistas de sostener una moral relajada.

Tampoco era ortodoxa la herejía quietista. Por eso, en 1687, después de un largo proceso, fue condenado a prisión Miguel de Molinos, por herejía e inmoralidad. El mal de esta herejía está en que el hombre no ponía nada de su parte en el proceso de santificación personal, ni en la ayuda de los sacramentos y de la oración. Era un facilismo ridículo: abandono total en Dios y que Él haga todo. La espiritualidad cristiana no sólo es mística, es también, y cuánto, ascética, es decir, esfuerzo, sacrificio, lucha, voluntad; y en esto hay que poner todo: pensamientos, deseos, voluntad, sentimientos, pues Dios no nos destruye nuestra naturaleza, sino que la perfecciona. Aunque Dios y sólo Dios es el que salva al hombre, quiere que éste coopere liberemente con su gracia. Dios no impone a nadie la salvación. Dios la ofrece y el hombre tiene que quererla y poner los medios para conseguirla.

¿Qué hizo la Iglesia ante la ciencia?

Con la independencia del pensamiento moderno que comienza con Newton y Descartes, la Iglesia sufre una gran sacudida. Pero reacciona adecuadamente. Los jesuitas dominan la educación media y parte de la superior y luchan por introducir a la Iglesia en la modernidad.

La Iglesia nunca ha tenido miedo a la ciencia, pues es consciente de que tanto la fe como la ciencia tienen en Dios su fuente, aunque caminen por canales distintos, nunca contradictorios. Si en algunas épocas la Iglesia ha sido un poco reticente ante algunos avances científicos, no fue por desprecio a la ciencia sino porque la ciencia se quiso erigir como dueña absoluta de la realidad y del universo, y no respetó a Dios como causa primera de cuanto existe.

¿Cómo reaccionó la Iglesia ante el problema de Copérnico, Giordano Bruno y Galileo[192]?

Los teólogos romanos se ceñían a lo que decía la Biblia en Eclesiastés 1, 4 y Josué 10, 12-13. El ex dominico Bruno sacaba de Copérnico conclusiones muy alejadas del cristianismo y se le reprochaba el abandono de sus votos religiosos. Proclamó la independencia de la filosofía de la autoridad eclesiástica; pone en duda algunos dogmas cristianos y enseña una especie de panteísmo naturalista. Después de siete años de proceso y de cárcel, fue quemado en Roma en 1600, siendo papa Clemente VIII.

Unos años más tarde, Galileo, a pesar de decir que en la Biblia «la intención del Espíritu Santo no es mostrar cómo van los cielos, sino cómo se va al cielo», tuvo que ver cómo se condenaba el heliocentrismo en 1616. La obra de Copérnico fue puesta en el índice de libros prohibidos «hasta su corrección».

El Santo Oficio de la Inquisición condena el sistema copernicano como absurdo en filosofía y formalmente herético por ser contrario a la Escritura, entendida en su sentido literal, y prohíbe que se le siga enseñando. En la sentencia no se nombra a Galileo, pero, por comisión del Santo Oficio, el ilustre físico fue invitado por san Roberto Belarmino a dejar de lado la doctrina copernicana y a no hablar de ella en público ni en privado. Era en 1616, durante el pontificado de Paulo V.

Galileo llegó a hacerse amigo de su sucesor Urbano VIII, el cual aceptó la dedicación del libro Saggiatore que aquél había escrito sobre la aparición de tres cometas y hasta expresó su admiración por el autor. Galileo cobra ánimos y parte para Roma y se presenta ante el pontífice, tratando, al parecer, que se sometiera a revisión la sentencia dada en 1616. Pero todo fue en vano. No se desanima Galileo y escribe el Dialogo sopra i due Massimi sistemi Tolemaico e Copernicano, y logra arrancar a la inquisición de Florencia la licencia para que pudiera imprimirse (1632).

El estupor que provoca la aparición de ese libro fue grande, como grande fue el disgusto que tuvo el papa Urbano VIII. Galileo recibe la intimación de presentarse en Roma. Ya está viejo y achacoso, y en la ciudad se le abre un nuevo proceso inquisitorial, en el que se reafirma en su idea tolemaica y copernicana. Fue prohibido el Diálogo y a él se le condena «a la cárcel formal de este Santo Oficio por un tiempo que queda a nuestro arbitrio; como penitencia saludable, que por tres años diga una vez a la semana los siete salmos penitenciales...». Acabada la lectura de la sentencia, Galileo, de rodillas y con la mano sobre el Evangelio, leyó una fórmula de abjuración y detestación de la doctrina condenada[193], como absurda y falsa en filosofía y formalmente herética por ser expresamente contraria a la Sagrada Escritura[194].

Este segunda condena fue el año 1633. El mismo día, el papa le conmutó la cárcel por la estancia en casa del embajador toscano Nicolini. Poco después fue a Siena y más tarde a su villa de Arcetri, junto a Florencia. Galileo sufrió mucho por la muerte de su hija predilecta y primogénita María Celeste (1634), por la mala conducta de su hijo y por no poder lograr que se le diera licencia para publicar alguna cosa. Fue afligido también por la ceguera. Le confortaron la compañía y la veneración de amigos y discípulos, entre ellos algunos padres de la Compañía de Jesús, y la visita de ilustres personajes como Milton. Murió el 8 de enero de 1642.

Era el comienzo de un malentendido entre Iglesia y la ciencia[195].

¿Qué podemos decir serenamente sobre el caso Galileo hoy?

Para comprender bien a Galileo y ubicarlo en su lugar es preciso conocer el contexto ambiental donde actuó. Galileo tenía mente matemática y mentalidad renacentista, como Miguel Ángel, Da Vinci y Erasmo. Vivió su época con su capacidad, su temperamento y sus condiciones renacentistas, pero no atacó dogmas, ni derribó estructuras ni fue condenado a ninguna hoguera.

Su labor más fecunda finaliza con la cátedra de matemáticas, en Padua (1610). Su adhesión a la Nueva Ciencia[196] le acarreó algunos sinsabores. En Galileo no hubo cuestiones de fe, sino rivalidades ambientales y conflictos de ideologías. Galileo, sin estar preparado para la lucha política, se vio mezclado en luchas intestinas entre los Médici y Barberini. Estas luchas se desarrollan en los estados pontificios, y crean un clima delicado y un constante estado de guerra con las facciones romanas.

Galileo no era sólo matemático, sino católico y ciudadano; en consecuencia, la actitud del Santo Oficio no era sólo defender la fe, la integridad de la Biblia, sino defender la paz, el bien común y la seguridad del Estado Pontificio. Galileo escribió un libro mordaz, «Dialogo sopra i due Massimi Sistemi Tolemaico e Copernicano», donde en alguna parte del libro ridiculizaba a los eclesiásticos que interpretaban la Biblia al pie de la letra cuando afirmaban que Josué detuvo el sol y no la tierra (cf. Jos 10, 12-13). Este libro arruinó la causa de Galileo.

El proceso de Galileo es fruto de la época y de la mentalidad defensiva de los Estados Pontificios, en ese momento. El Santo Oficio le inició el proceso, donde le recomendaba prudencia en lo referente a la Nueva Ciencia, y que no diese como afirmación lo que todavía era hipótesis científica; lo invitaba a no apartarse de la enseñanza de la Biblia. Al cardenal san Roberto Belarmino le tocó transmitir la sentencia de la congregación romana, después de cuatro días de estudio y ponderación.

El antedicho libro mordaz provoca la reacción humana de la congregación romana, no contra la teoría de Copernico, sino contra el estilo mordaz y el sarcasmo de Galileo. El tribunal le pedía pruebas de las teorías copernicanas que Galileo expuso con argumentos débiles, y entre la vaguedad del astrónomo y la seguridad de la Biblia, optaron por quedarse con la Biblia tomada al pie de la letra. Las penas aplicadas por el tribunal fueron conmutadas por el papa Urbano VIII: en vez de cadena perpetua le envió al palacio de Arcetri para que siguiera tranquilo y sereno sus investigaciones científicas.

Tres de los diez dignatarios del tribunal se negaron a firmar la sentencia, y el mismo papa nada tuvo que ver oficialmente con aquel proceso que debemos reconocer fue lamentable y no debería haberse producido[197], pues sabemos que en el tribunal eclesiástico no había astrónomos y se dictaminó de acuerdo al común sentir de la época. Esta teoría heliocéntrica, conocida un siglo antes aun de la obra de Copérnico, se confirmó con el correr de los años y el avance de la ciencia.

Conviene recalcar que el error de aquel tribunal no compromete la autoridad de la Iglesia como tal, entre otras cosas porque sus decisiones no gozaban de infalibilidad ni iban asociadas a ninguna definición ex cátedra del papa, en materia de fe ni de moral.

No es verdad que la iglesia expulsa a los científicos. Galileo sólo fue convocado por no respetar los pactos: la aprobación eclesiástica de su libro «Diálogos sobre los dos mayores sistemas del mundo», se le había concedido a condición de que presentara la teoría copernicana como hipótesis (como también exigían los conocimientos científicos de la época, todavía inciertos), mientras que él la daba por demostrada. Pero aún hay más. Prometió adecuarse, y no sólo no lo hizo, entregando a la imprenta el manuscrito tal como estaba, sino que puso en boca del bobo de los Diálogos, cuyo nombre ejemplar es Simplicio, los consejos de moderación que le había dado el papa, que incluso era su amigo y lo admiraba.

Después de su condena pudo volver en seguida a sus investigaciones, rodeado de jóvenes discípulos que formarán una escuela, en la Villa Ancetri, palacio de un amigo.

¡Santos, muchos santos...en este siglo!

Primero, en América.

El beato Bartolomé Gutiérrez, agustino, nacido en México, fue a Filipinas y después al Japón. Fue martirizado y quemado vivo, en 1632.

El beato Pedro de Zúñiga, también agustino, evangelizó Filipinas y pasó a Japón. Apresado por piratas holandeses, lo entregaron a las autoridades japonesas, y murió apaleado y quemado a fuego lento en Nagasaki en 1622.

El beato Bartolomé Laurel, lego franciscano, natural de México, misionó en Filipinas y se trasladó a Japón. Fue quemado vivo en el 1627.

El beato Luis Flores, nacido en Gante, ingresó a la orden dominica en México. Viajó a Filipinas y a Japón. Sufrió el martirio con el beato De Zúñiga.

Juan Macías, también dominico, español, fue a Lima. Se santificó en el oficio de portero del convento.

Los jesuitas ya santos Roque González, Juan de Castillo y Alfonso Rodríguez —mártires rioplatenses- evangelizaron Paraguay y Uruguay. Murieron mártires en 1628.

Santo Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima, que reunió 13 sínodos, compuso catecismos en castellano, quichua y aimará. Fundó un seminario. Defendió enérgicamente a los naturales explotados por los conquistadores.

San Francisco Solano, franciscano, partió de España hacia Lima. Convirtió a muchos indígenas en Panamá, Chile, Argentina. Regresó a Perú y allí murió en 1616.

San Martín de Porres, dominico, nacido en Lima. Se distinguió por su caridad con los pobres y enfermos. Fundó la casa de la Santa Cruz para niños abandonados o huérfanos y para regeneración de mujeres arrepentidas.

Santa Rosa de Lima, terciaria dominica, llevó una vida de penitencia y oración extraordinaria.

San Pedro Claver, jesuita catalán, llegó a Colombia en 1610. Recibió las órdenes sacerdotales en 1616. Destinado al puerto de Cartagena, consagró sus fuerzas a la atención de los esclavos, apostolado en el que perseveró a lo largo de 40 años. Se contagió de una epidemia que azotó la región y así murió en 1654, habiendo bautizado y protegido miles de esclavos.

Los jesuitas franceses Juan de Brebeuf, Isaac Jogues Carlos Garnier, Gabriel Lalemant, Natalia Chabanel y Antonio Daniel, predicaron el evangelio en Canadá, en el territorio ocupado por los hurones. Fueron martirizados entre 1646 y 1649.

También santos en Europa

El catolicismo experimenta una gran vida que viene especialmente de Francia. San Francisco de Sales y san Vicente de Paúl fundan nuevas congregaciones con preocupaciones sociales, caritativas y educacionales.

San Francisco de Sales, obispo de Ginebra y de Annecy, famoso por sus libros «Introducción a la vida devota»[198] y «Tratado del amor de Dios». Es predicador y gobernante, catequista y teólogo de altura, hombre de corte y obispo devoto. En una palabra: el típico obispo de la reforma católica que une la acción con la oración, el espíritu con el contacto de las realidades naturales, la aceptación del mundo que le rodea con el intenso propósito de reformarlo profundamente. Fundó la congregación de las hermanas de la Visitación, conocidas como monjas salesas, con la ayuda de santa Juan Francisca de Chantal, y se dedican a enfermos pobres.

San Vicente de Paúl, que fundó en 1625 la congregación de la misión, o lazaristas o paúles, al ver la urgente necesidad de instrucción religiosa en las poblaciones del campo, y de sacerdotes aptos para transmitirla; y con santa Luisa de Marillac fundó en 1633 las Hijas de la caridad y siervas de los enfermos, pobres, o hermanas vicentinas, como suelen llamarse. Ya en 1617 había organizado las cofradías de las damas de la caridad, de vasta influencia social. Además promovió la fundación de los grandes hospitales de París para los niños expósitos, los asilos-talleres para que trabajasen los ancianos, y socorrió con grandes limosnas a los pobres de la provincia de Lorena y de muchas poblaciones asoladas por la guerra y el hambre. Uno de los grandes proyectos de san Vicente fue acabar con la mendicidad en las ciudades.

Guiado por su espíritu, Federico Ozanam, beatificado por el papa Juan Pablo II el 22 de agosto de 1997, fundó en París, en 1833, la sociedad de san Vicente de Paúl, dedicada a la caridad con los más pobres. Ozanam era un laico, y por tanto, dio su impronta a la obra por él fundada: serán los laicos los que irían a la búsqueda del pobre, en todo momento, sin horario fijo, y se desvivirían por ellos en lo material y en lo espiritual.

Siglo XVII, un siglo misionero

El papa que más apoyó las misiones fue Inocencio XII, invirtiendo para ellas cantidades muy elevadas de dinero.

El jesuita Roberto de Nobili ensayó audaces métodos para evangelizar la India. Asumió las costumbres de los habitantes, en vez de execrarlas y empezó a ganar adeptos. Su ejemplo atrajo otros misioneros y con ellos aumentó el número de conversiones.

En China, Mateo Ricci, jesuita, vestido a la usanza de los naturales y adoptando también sus categorías culturales, obtuvo las primeras conversiones de aquel imperio legendario. A ellas siguieron pronto otras miles, con el esfuerzo de nuevos misioneros.

Ambos, Nobili y Ricci, quisieron acomodarse a las costumbres de los naturales, para hacerles más fácil la comprensión y la recepción del Evangelio. Esto dio lugar en occidente a una lamentable controversia, conocida con el nombre de los ritos chinos y malabares. Llegaron acusaciones a Roma de parte de otros misioneros, especialmente de los dominicos. Abundaron los equívocos y las intrigas y se dieron órdenes y contraórdenes. El papa Gregorio XV permitió «alguno de aquellos usos con las debidas cautelas» para la India (1623); no ocurrió lo mismo para China, pues los usos y costumbres que pudieran adoptar los misioneros fueron condenados en Roma repetidas veces.

El actual Vietnam también fue evangelizado por jesuitas desde 1615.

El cristianismo en Japón comenzó bien los primeros años, pero un edicto del emperador Daifusama cobró mártires. Para mediados de siglo la represión fue decisiva y enérgica. Sin embargo, muchos cristianos lograrían perseverar en la fe adquirida.

La evangelización de Canadá comienza con la fundación de Québec (1608) por Champlain, que hizo llegar agustinos recoletos en 1615. En 1632, la misión canadiense fue confiada a los jesuitas que seguían a los nómadas en sus desplazamientos intentando hacerlos sedentarios. Obtuvieron ciertos éxitos con los hurones, pero tropezaron con la oposición de los iroqueses, sostenidos por los ingleses. En 1639 se instalaron en Québec las primeras misioneras ursulinas. Los sulpicianos se instalaron en Montreal en 1642. Varios misioneros sufrieron el martirio: Isaac Jogues, Jean de Brébeuf, Charles Garnier. Las Relaciones de los jesuitas, publicadas cada año en Francia de 1632 a 1673, dieron un gran eco a su actividad misionera en Canadá. Por el valle de Mississipi, Canadá fue el punto de partida para las misiones de la Luisiana. Los resultados de las misiones entre los indios fueron escasos: dos mil indios cristianos a finales del siglo XVIII.

Conclusión

Fue un siglo misionero, donde la semilla de Jesucristo iba fecundando otras tierras. Franciscanos, dominicos y jesuitas se abren camino en Birmania, Siam, Cochinchina, Tonkin, Ceilán, islas Célebes, Sumatra, Borneo, Java, las Molucas y Timor.

Me es grato poner aquí, hablando de las misiones, una cita del papa Pablo VI en su exhortación apostólica «Evangelii nuntiandi» del 8 de diciembre de 1975: «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa» (n. 14)...»Evangelizar significa para la Iglesia llevar la buena nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad» (n. 18)

Concluye este siglo. Entre luces y sombras, seguía la barca de la Iglesia atravesando el piélago de este mundo, siempre con la mirada y la confianza puestas en el Señor de la historia.

¿Qué sorpresas nos deparará el próximo siglo?

Notas

[185] Lo expone en su obra: "Política basada en las Sagradas Escrituras". Ahora bien, Bossuet pone al absolutismo algunas limitaciones, porque el rey -dice- está obligado a guardar un orden; si ha recibido de Dios su autoridad y en nombre de Dios la ejerce, está obligado también a guardar las leyes divinas, a hacer lo que sea necesario para el bien público y a respetar las leyes fundamentales de la nación.

[186] En Inglaterra el gran teórico Hobbes dijo que el poder no viene de Dios, sino de la sociedad y el monarca debe estar sometido a Dios y a la ley. Inglaterra estaba gobernada por los Estuardos, y cuando Carlos I quiso proclamarse rey absoluto, le hicieron una guerra atroz y terminó ajusticiado en 1642. Cromwell establece una república que luego se transforma en una dictadura personal, cuando disuelve el parlamento. A su muerte se llama a ocupar el trono a Carlos II. Será con Guillermo de Orange de Holanda, llamado a gobernar en Inglaterra, donde se impone la decisión siguiente: "El parlamento está sobre el rey".

[187] Los nuevos estados protestantes eran Prusia, Holanda, Inglaterra y Suecia. Éstos llevan la primacía de la política.

[188] Son dignos de mención los franciscanos Larios, Margil de Jesús; y los jesuitas Salvatierra, Kino, Ugarte, Pérez de Rivas.

[189] Estas son los puntos de Saint Cyran: Se debía estar alejado de la eucaristía meses y años, por respeto; había que hacer mucha penitencia y dar muestras de arrepentimiento antes de recibir la absolución; los días festivos sólo habría una misa en cada localidad; los presbíteros eran casi iguales que los obispos y éstos, iguales que el papa; daba autoridad a obispos para celebrar concilios nacionales; el concilio era superior al papa (conciliarismo).

[190] Volvamos a recordar los cuatro principios del galicanismo: la autoridad del papa tiene límites; el concilio es superior al papa; el rey es independiente del papa; el rey de Francia tiene un real derecho sobre los bienes eclesiásticos.

[191] Estas son las palabras que Margarita escribió en su autobiografía: "Te levantarás entre las once y las doce de la noche, para prosternarte una hora Conmigo, el rostro contra el suelo, para aplacar la cólera divina y pedir misericordia por los pecadores, para endulzar en alguna forma la amargura que yo sentía por el abandono de miss apóstoles, que me obligó a reprocharles que no habían podido velar una hora conmigo; y durante una hora tú harás lo que Yo te enseñe. Pero escucha, hija mía, y no creas ni te fies ligeramente de cualquier espíritu, porque Satanás rabia por engañarte. Por esto, no hagas nada sin la aprobación de quienes te conducen, a fin de que, teniendo la autoridad de la obediencia, no te pueda engañar, porque no tiene ningún poder sobre los que obedecen".

[192] En aquel año 1633 del proceso a Galileo, el sistema ptolemaico (el sol y los planetas giran en torno a la tierra) y el sistema copernicano (la tierra y los planetas giran en torno al sol) eran dos hipótesis del mismo peso, en las que había que apostar sin tener pruebas decisivas. El caso Galileo constituye también otra de las leyendas negras de la Iglesia. Messori en el libro ya antes citado saca a colación que Galileo tuvo varios errores científicos: decía que las mareas eran provocadas por la sacudida de las aguas, a causa del movimiento de la tierra, cuando en realidad se debe a la atracción de la luna; otra, cuando en 1618 aparecieron en el cielo unos cometas, dijo que se trataba de ilusiones ópticas y arremetió duramente contra los astrónomos jesuitas del observatorio romano, que decían, en cambio, que estos cometas eran objetos celestes reales. ¿Torturas, cárceles de la Inquisición, hoguera? Son mentiras. Galileo no pasó ni un solo día en la cárcel, ni sufrió ningún tipo de violencia física. Durante el proceso se alojó, a cargo de la santa Sede, en una vivienda de cinco habitaciones con vistas a los jardines del Vaticano y con servidor personal. No perdió la estima ni la amistad de obispos y científicos, muchas veces religiosos. No se le prohibió proseguir con su trabajo, ni recibir visitas. Sólo le quedó una obligación: la de rezar una vez por semana los siete salmos penitenciales. Murió a los setenta y ocho años, en su cama, con la indulgencia plenaria y la bendición del papa, después de haber escrito: "En todas mi obras no habrá quien pueda encontrar la más mínima sombra de algo que recusar de la piedad y reverencia de la Santa Iglesia". Una de sus hijas, monja, recogió su última palabra. Ésta fue: "¡Jesús!".

[193] Es decir: "La de que el sol no se mueve y es el centro del mundo; y que es la tierra la que se mueve".

[194] No consta históricamente que, alzándose, haya pronunciado desafiante la frase que se le atribuye: "Eppur si muove!" (Y sin embargo, ¡se mueve!). Tampoco es cierto de que en el interrogatorio se le hubiera aplicado la tortura. Tampoco hubo una formal excomunión.

[195] Digamos de pasada: la Iglesia no tiene miedo a la ciencia; es más, la promueve, la incentiva, la apoya. Teme, más bien, a aquellos científicos que hacen de las hipótesis científicas un dogma y además las defienden de malas formas, con burlas dirigidas a la autoridad eclesiástica. La Iglesia sabe que la ciencia no puede contraponerse a la fe, pues tanto la ciencia como la fe tienen una fuente común: Dios; aunque las dos tengan sus campos de acción propios, no contrarios, ni mucho menos contradictorios. ¿Cómo iba a despreciar la Iglesia la ciencia, si fue ella justamente la que siempre cultivó, defendió y protegió las ciencias? Vuelvan las páginas de la historia: ¿dónde se cultivó y protegió la cultura y la ciencia en la edad media? En la Iglesia. ¿Quién fue la que comenzó y promovió las universidades? La Iglesia. Hay que hacer honor a la verdad histórica.

[196] Nueva Ciencia llamábase entonces a un conjunto de teorías científico-políticas. Este conjunto de teorías que deseaban llevar la cultura renacentista al pueblo, recibió firme apoyo de algunos cardenales y de los Escolapios de la provincia de Toscana. Por este motivo, el Santo Oficio no veía con buenos ojos a san José de Calasanz, fundador de las Escuelas Pías.

[197] Y del cual ya pidió perdón el papa Juan Pablo II en nombre de la iglesia.

[198] Es un manual de perfección cristiana, donde se demuestra que la verdadera piedad debe hacer amables a los hombres, comprometidas, sí, con la oración, pero también con las obras de caridad y de apostolado. A estas almas llama San Francisco de Sales "devotas".

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