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Bases de la Leyenda Negra en Italia

Sobre todas las naciones contadas y sobre todas las demás que ay derramadas por el mundo, tienen este odio particular que emos dicho contra España los ytalianos.

Gonzalo Jiménez de Quesada, El Antijovio,1567 [3].

Empezando en las postrimerías del siglo XIII, los monarcas aragoneses extendieron sus ambiciones imperiales sobre el Mediterráneo, incorporando sucesivamente Sicilia, Cerdeña y Nápoles a su corona.

Como consecuencia de ello, los soldados y mercenarios españoles mostraron mucha actividad en suelo italiano a lo largo de los siglos XIV y XV. Su presencia alcanzó para España un dominio sobre asuntos italianos durante el reinado de Fernando el Católico, en la década de 1490 y principios del siglo XVI, lo que le permitió cortar las ambiciones francesas e impedir sus invasiones en esa tierra. Además de esta intrusión aragonesa, los italianos mantuvieron una importante competencia comercial con los catalanes.

A ello se debió el que las opiniones italianas sobre los españoles se tornaran preponderantemente antagónicas. Los hijos de Roma, como antiguos gobernantes del mundo, estaban todavía alimentando su «ego» en el culto de su antigüedad y no tenían ninguna duda acerca de su superioridad sobre todos los demás pueblos . Era natural que ellos, de cualquier clase que fueren, y en especial la aristocracia y los intelectuales, se sintieran heridos en lo vivo y criticaran acíbaramente tales intrusiones en su gobierno y competencia comercial, junto con ciertos incidentes concretos por la conducta extranjera. Aun cuando la dominación española era de primer orden y su actuación en general benéfica, como a veces reconocieron los propios italianos, el orgullo de estos se sintió aguijoneado.

En las primeras etapas de este contacto hispano-italiano, el crecimiento de las opiniones desfavorables con respecto a los españoles fue marcado por algunas facetas distintivas, claramente discernibles. El profesor sueco Sverker Arnoldsson, lo resume de esta manera:

«La intervención de los príncipes españoles y sus bandas de guerreros, sus victorias y conquistas en Sicilia, Cerdeña y en la Península italiana es pues uno de los factores importantes para explicar la versión italiana más antigua de la Leyenda Negra. En ello se funda la imagen del hidalgo como tipo humano rústico e inculto, bárbaro y ridículamente ceremonioso. Otro factor es la competencia de los mercaderes catalanes con los italianos, así como la piratería catalana en las aguas griegas e italianas. Aquí tiene su base la idea del catalán alevoso, avaro y sin escrúpulos. Un tercer factor es la emigración de las meretrices españolas a Italia y la observación de ciertas costumbres en la corte arogonesa- napolitana así como el ambiente que rodeaba en Roma al Papa valenciano Alejandro Borja. En ello se funda la imagen del español excesivamente sensual e inmoral. Un cuarto factor es la secular mezcla de los españoles con elementos orientales y africanos y la influencia judía e islámica en la cultura española, lo cual dio motivo a la visión de los peninsulares como pueblo de raza inferior y de ortodoxia dudosa» [4].

Hasta principios del siglo XVI, estos puntos de vista antagónicos se referían principalmente a catalanes, aragoneses y valencianos, que constituían casi con exclusividad la presencia española en Italia. Pero después de 1500, Castilla entra a ritmo creciente en la escena italiana y durante el transcurso del siglo XVI llega a ser allí el líder político-militar, defensora de esta tierra contra los musulmanes y, cerca de la mitad del siglo, reconocido paladín del catolicismo romano contra la Rebelión Protestante. Así, a los ojos de los italianos, pero no con menos animosidad, el castellano vino a personificar más y más el «auténtico» español.

La primera mitad del siglo XVI estuvo profundamente marcada por el conflicto entre España y Francia, gran parte de cuya acción militar tuvo lugar en suelo italiano. El resultado fue un triunfo español que culminó en el Tratado de Cateau-Cambrésis (1559), por el cual el monarca francés renunció a sus pretensiones en Nápoles, Milán y Saboya. Hasta finales de siglo, la mayor parte de Italia estuvo, o dinásticamente unida a España, o aliada a ella contra enemigos comunes, tales como los turcos y los protestantes.

Continuos conflictos, en los que intervenían grandes ejércitos extranjeros, estimularon las manifestaciones italianas de antagonismo. Y si se tiene en cuenta que los más eficientes y victoriosos soldados fueron los españoles, se comprenderá que los sentimientos contra ellos se hicieran especialmente virulentos. A pesar de la admiración frecuentemente expresada hacia el «Gran Capitán» Gonzalo de Córdoba, y algún que otro comentario favorable a los líderes españoles, la tónica general de los sentimientos italianos fue hispanofóbica. Por encima de opiniones generalizadas, hubo determinados episodios que cubrieron a los españoles de un oprobio que repercute aún en nuestros días. El que de todos alcanzó mayor fama, fue el saqueo de Roma en 1527.

Una copiosa literatura polémica y de testigos oculares, se ha publicado desde aquella fecha hasta nuestros días, censurando a España por la crueldad, rapacidad y consumada barbarie del saqueo de Roma y de otro de menor importancia en Prato, en 1512, en los que tuvo significante participación su soldadesca. En Prato, las tropas españolas intervinieron en una disputa entre facciones rivales de la República Florentina; en Roma, estuvieron mezclados con italianos, alemanes y borgoñeses-neerlandeses. A pesar de que el caso de Prato admite contradictorias opiniones acerca del volumen del daño hecho, los excesos fueron claramente atribuidos a los españoles. En el caso mucho más importante del saqueo de Roma, es más dudoso el tanto de culpa que les corresponde comparada con la que hay que atribuir a los alemanes, italianos y otros. Estos sucesos, pese a no ser únicos en tiempo de guerra, tanto en aquella época como ahora, contribuyeron en gran manera a la creencia italiana de que el soldado español era anormalmente rapaz y libertino. Este fue uno de los precios que los españoles pagaron por sus triunfos, por su relevante reputación como guerreros y por su ocupación de países extranjeros.

Ya que el español era en Italia el ejército dominante y por lo común victorioso, se conquistó la antipatía de forma automática y fue con frecuencia injustamente culpado por casi todas las tragedias específicas que ocurrieron a lo largo de esta serie de guerras y contiendas. Sin embargo, no hay razón para una singularización de la barbarie española; ellos se comportaron en Italia de igual manera que lo haría cualquier otro ejército en circunstancias similares [5].

La larga hegemonía española en Italia, ha sido comúnmente aceptada como marcada por un exceso de opresión, injusticia y fuertes impuestos, atribuyéndole, asimismo, culpabilidad en el declive económico de Italia. Recientes investigaciones históricas han llegado a importantes rectificaciones, incluyendo a veces un rechazo completo de estas tradicionales opiniones.

La administración de la justicia española, marcadamente imparcial y benigna en lo tocante al pueblo en general, estaba predestinada a ser impopular entre la desplazada y frustrada aristocracia italiana la clase más propicia y deseosa de difundir por escrito o de cualquier otra manera su actitud antiespañola. La clase gobernante italiana reaccionó en contra de los funcionarios españoles, que no vacilaban en actuar contra ella cuando de hacer cumplir la justicia imperial se trataba. Se atrajeron el antagonismo italiano en la misma forma, más o menos, en que los Peninsulares lo hicieron en América por parte de la aristocracia hispano-americana, los Criollos. En Nápoles y Sicilia, los gobernantes españoles se apoyaron en la clase media, y con frecuencia la defendieron contra los abusos de la nobleza. En América, los funcionarios reales estaban encargados de hacer cumplir la legislación en favor de los indios, con lo que se impidió la explotación de los nativos por la aristocracia local.

Es también fácilmente demostrable que España no impuso tributación onerosa ni singularmente opresiva en sus dominios italianos; no, por cierto, comparada con los promedios de una época que era en general inflacionista, de modo que hacía que cualquier impuesto pareciese más gravoso de lo que en realidad era, en relación con el pasado. Se olvida asimismo con frecuencia, que Castilla soportó mayor carga de impuestos que los italianos, para el mantenimiento imperial y defensa de Italia misma contra los musulmanes. De ahí que España, al igual que en el caso de los impuestos en el Nuevo Mundo, se desangrara más que sus dominios de ultramar, para mantener el Imperio. La comparación de las condiciones económicas en las regiones italianas gobernadas por España, con las condiciones en cualquier otra región de Italia durante el mismo período, nos muestra al gobierno español en una línea generalmente favorable, sobre todo en materia de impuestos, incremento de población y bienestar general. Esto puede afirmarse categóricamente en lo que se refiere al sur de Italia y Sicilia y con toda probabilidad a Lombardía. Debe de quedar bien entendido que esta dominación española ocurría en un período de casi continuas guerras, internas y exteriores, con todo lo que esto significaba para los asuntos económicos.

El papel de España en defensa de Italia contra el Islam, merece especial atención. De una parte, porque este peligro fue muy grande en el siglo XVI; y de otra, porque fue sobre todo la excelente calidad de los soldados, la energía de los monarcas (Carlos I y Felipe II) y el caudillaje militar, financiero y de logística lo que salvó a Italia de ser invadida o al menos seriamente atropellada por las incursiones musulmanas. Finalmente, y esto está admitido así por muchos italianos —incluyendo aquellos críticos de lo español en otros aspectos— esta defensa española de la Cristiandad fue no solamente de heroicas proporciones, sino una de las mayores contribuciones de España la civilización europea. Mientras que los italianos censuraron a la soldadesca y al caudillaje español en su país, en asuntos de gobierno y militares —igual que nosotros [Estados Unidos] somos criticados hoy por la presencia de tropas, utilización de bases y otras formas de influencia en tierras extranjeras— quedó bien sentado que ellos se mostraron poco inclinados a mantener su propia defensa contra el Islam sin la ayuda y caudillaje españoles [6].

A pesar de todo esto, y no obstante algún cambio favorable en la actitud italiana respecto a España cuando la Revolución Protestante hizo a los dos pueblos aliados contra la nueva herejía, el tenor general de su manifestación literaria a través del siglo XVI fue antiespañol. Es con esta expresión cultural, primordialmente literaria, de su propia denigración de España, con lo que los italianos contribuyeron tanto a la perduración de la Leyenda Negra. Hicieron que España pagara un alto precio por sus victorias en Italia, en moneda que hoy llamaríamos «opinión mundial».

Las manifiestas actitudes antiespañolas en la literatura italiana —una literatura cuya influencia era muy grande durante el Renacimiento— son muchas y diversas. De un lado, dieron forma literaria a las atrocidades bélicas en las que los españoles se vieron envueltos, siendo especialmente digno de mención el hecho de que sus escritores demostraron un rencor grande por la destrucción de bibliotecas y otros monumentos culturales— atribuyendo, por supuesto a España, la mayor culpa por este hecho normal en tiempo de guerra. En segundo lugar, dieron acceso en su literatura a las numerosas quejas que provocaba la tributación impuesta por el gobierno español en sus dominios italianos, hecho que ocurría en época en que los ciudadanos italianos y la aristocracia, a menudo, fallaron en poner los intereses peninsulares, tales como la defensa contra los turcos, por encima de lealtades y rivalidades locales.

Otras acusaciones contra la dominación española «muy frecuentes y sólo en parte justificadas», fueron las concernientes a la Inquisición. Parece ser que en Nápoles y Lombardía, el resentimiento estuvo más bien basado en considerar al Santo Oficio como un arma del Estado español secular, que sobre el miedo de confiscaciones o desarraigo de la herejía. En Sicilia y Cerdeña, donde hubo pocos herejes, el antagonismo parece haber sido principalmente dirigido contra las prerrogativas de los «familiares», título honorario de la Inquisición, que llevaba consigo especiales privilegios y algunas exenciones de impuestos. Es paradójico que los ataques literarios contra la Inquisición española fueran dirigidos contra una institución dedicada a la eliminación de las mismas influencias judías y musulmanas que hicieran sospechosa la ortodoxia española ante sus ojos y los de otros europeos.

En determinados círculos literarios, la acritud contra la imparcialidad de la administración de justicia española, «sin concesiones a las prerrogativas personales», se personificó con frecuencia en un aristocrático resentimiento contra el dominio extranjero. A pesar del hecho de ser el pueblo en general el más beneficiado por esta justicia, las expresiones literarias y el liderato aristocrático, contribuyeron ciertamente a la creación de un resentimiento popular contra los españoles. Esta antipatía fue nutrida por el elemento popular, que mantenía estrecho contacto con la vida diaria del soldado español.

Por último, «una desconfianza general» del español dio cuerpo a una fuerte corriente literaria hispanofóbica en la Italia del Renacimiento. Como ya se ha indicado, los españoles eran sospechosos, porque su ortodoxia y su cultura estaban muy contagiadas por musulmanes y judíos. A todo ello, deben agregarse los recelos que reflejaron el complejo de inferioridad italiano por la presencia y dominación extranjera, especialmente en la época más «española» del reinado de Felipe II. Así por ejemplo, los mandos militares italianos estaban naturalmente amargados por el evidente predominio español y consiguiente depreciación de la calidad militar de sus hombres. «Las tropas españolas no eran consideradas como protectoras, sino como una especie de guardia civil». La hipocresía de los italianos se hizo manifiesta cuando dejaron de facilitar tropas para su propia defensa. Sverker Arnoldsson resume las causas de esta hispanofobia literaria en las siguientes palabras, debiendo prestarse una especial atención a su comentario sobre los embajadores venecianos, que son con frecuencia usados como fuentes originales para la historia de este período y por las observaciones que hacen sobre España y los españoles:

«El odio general que por diversas circunstancias se produjo en la Italia del Cinquecento contra los españoles pudo manifestarse de muchas expresivas maneras. No deben tomarse en consideración a este respecto las declaraciones de los embajadores venecianos porque, siendo ellos mismos enemigos de España, podemos sospechar que hayan atribuido a sus informadores sus propios sentimientos o que hayan generalizado sus impresiones basándose en charlas con ciertas personas de la misma opinión…

«Lo cierto es que determinados italianos durante el siglo XVI tuvieron un odio apasionado por todo lo español, y que lo manifestaron con las palabras más expresivas. El ejemplo mejor conocido y más citado es el del Papa Paulo IV. En sus amargas expresiones de la década 1550-1560 encontramos todo ese complejo de inferioridad italiana ante la nación vecina victoriosa, conquistadora y poderosa…

«Los denuestos de Paulo IV contra los españoles expresan lo que muchos italianos cultos durante el apogeo y el ocaso del Renacimiento sentían ante el poder español: la pesadumbre de que su propio país —de civilización antiquísima y heredero de Roma— estuviera dominado por un pueblo de calidad inferior en cuanto a cultura, religión y raza. La hegemonía española en Italia era, para los sostenedores de tal idea, una catástrofe cultural y moral. Los ataques literarios contra los españoles asumían en ocasiones verdaderos caracteres de oposición cultural» [7].

Por esta época, España estaba integrada en las corrientes renacentistas, y era uno de los líderes europeos en varios órdenes (jurisprudencia, filología, estudios clásicos, etc.) y, lingüísticamente y en otros aspectos, ejercía importante influencia en la propia Italia. A pesar de todo esto, los italianos, a través de su narcisismo contemplado en el espejo de su propio pasado, colmaron de insultos literarios y de acerada fraseología caricaturesca a España y a sus hijos, y los efectos siguen siendo todavía notorios. Al enfrentarse con la política y dominio militar extranjero, los italianos sintieron la gran necesidad de cubrir su propia humillación con una severísima denigración de la influencia española. Esta situación, como el propio Arnoldsson señala, puede ser comparada con algunas de las reacciones europeas hacia el poderío alcanzado hoy por los Estados Unidos. Puede compararse, asimismo, con la yanquifobia literaria de Latinoamérica, que con frecuencia se refugia en la adulación de sus propias cualidades culturales y espirituales, para contrapesar el poder material de los Estados Unidos.

Por esto, los italianos arremetieron contra la «barbarie» de las novelas de caballería, género literario sumamente popular en España, con una influencia más o menos equivalente a la que hoy han adquirido las novelas del Oeste (de «cowboys») y las de detectives en Estados Unidos. Se recrearon en presentar al español como rapaz, cruel y sobre todo arrogante, ridiculizando en varias formas al capitán español como orgulloso y rimbombante, estereotipándolo en su «commedia dell'arte», e imputaron a los españoles una reputación de traidores y tramposos. En resumen, los italianos literariamente hirieron y estigmatizaron a los españoles en forma parecida a la manera en que nos han caricaturizado , condenado y ridiculizado a nosotros [los norteamericanos] en el mundo entero. No importaba mucho que los italianos a veces encontraran admirables cualidades en los españoles (excelente espíritu militar, perspicacia, dignidad); lo que contaba era el preeminente retrato negro pintado en una época en que su literatura ejercía gran influencia en los círculos intelectuales europeos.

El insulto cumbre que los italianos lanzaron sobre los españoles, fue el criticarlos por sus características hebraicas y moriscas, y por el consiguiente resultado de ser «malos» cristianos. Fueron ellos en especial los que inventaron y difundieron ampliamente esta faceta de la Leyenda Negra. Había suficiente verdad en este argumento para esgrimirlo como excelente arma de propaganda. Sin embargo, fue también una injusta acusación por dos razones: la primera, porque las culturas judía y musulmana en la península ibérica contribuyeron mucho al desarrollo cultural europeo; y en segundo lugar, porque España estaba al tiempo de estas duras críticas italianas haciendo todo cuanto podía para purificar su cristianismo a través de la Inquisición, expulsión y reforma. Se puede además demostrar que, en este período, Italia (especialmente Roma, Ferrara y Venecia) era uno de los más seguros refugios para los judíos que se escapaban de los procesos purgativos de España. Y para colmo de la ironía, España fue, más tarde, condenada por su intolerancia y fanatismo en el tratamiento de hebreos y musulmanes.

La presencia de sangre judaica y musulmana entre los soldados españoles, fue tomada por algunos escritores —y evidentemente por la opinión popular— como explicación de algunas de las barbaridades cometidas en el saqueo de Roma y Prato, en particular la expoliación de iglesias y otros edificios religiosos. En general, el epíteto «marrano» (cripto-judío) era con frecuencia proferido contra el soldado español en Italia. De igual manera, los judíos en el drama italiano de aquella época, eran casi siempre designados como de origen español. La impureza racial y religiosa de los españoles, no sólo condujo a su descripción de anormalmente bárbaros y con lacras «orientales», como las de una inmoralidad general y de perversión sexual, sino que también alentaron, por razones políticas, la opinión de que eran herejes por naturaleza y por lo tanto no dignos de fiar. Arnoldsson resume esta paradoja:

«Precisamente en la época en que se procuraba extinguir en España por la fuerza tanto al islamismo como al judaísmo; cuando se colocaba tanto a moros como a hebreos ante el dilema de convertirse o abandonar el país, precisamente entonces los italianos empezaron a calificar a los españoles de 'marranos'. Y al mismo tiempo que los españoles en la guerra de Esmalcalda y en las largas guerras de religión con los Países Bajos, Francia e Inglaterra, combatían a los luteranos y a los calvinistas y en ello agotaban sus recursos materiales, eran llamados por muchos italianos herejes y luteranos.

«Esta acusación ridícula de herejía hecha contra los españoles es solamente una pintoresca circunstancia en la historia de la Leyenda Negra. Más importante para el desarrollo posterior de la Leyenda tuvo la palabra marrano y el concepto combinado con ella de que los españoles fueran parientes cercanos y en gran parte descendientes de moros y judíos. Este mito sobre la 'impureza' racial de los españoles se divulgó cada vez más. Y también en conexión con él la idea de que algo sexualmente 'impuro' o 'malo' era inherente a los españoles» [8].

Una de las mayores hipocresías italianas fue la amplia difusión de la idea de que la inmoralidad sexual y los vicios en general de los españoles eran únicos. La primitiva creencia en la inmoralidad valenciana, la normal proliferación de prostitutas y cortesanas españolas en Italia, el ambiente que rodeaba a los Borgias españoles y la briosa propensión sexual de los soldados en campaña en el extranjero, contribuyeron a crear esta imagen de una especial depravación. Sin embargo, debe también recordarse que estos insultos los lanzaban los italianos del Renacimiento que se hicieron famosos por su falta de moralidad y naturaleza viciosa, con frecuencia puestas de relieve como típicas características de esa gente y de aquellos tiempos. Si hubo algo de singular en la inmoralidad española en la Italia del siglo XVI, requeriría, por cierto, tomar a un italiano de aquel tiempo para reconocerla y rotularla: el ladrón juzga por su condición.

Notas

[3] Gonzalo Jiménez de Quesada, El Antijovio, 1567, editado por Rafael Torres Quintero (Bogotá, 1952). Citado en Arnoldsson, p. 10.

[4] Arnoldsson, pp. 22-23.

[5] Arnoldsson, pp. 26-34.

[6] Arnoldsson, pp. 41-45.

[7] Arnoldsson, pp. 58-59.

[8] Arnoldsson, p. 99.

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